Acantilado, 2017. 140 páginas.
Tit. or. L’usage des ruines. Trad. José Ramón Monreal Salvador.
Comienza por un prólogo en el que se cuestiona la propia autoría del libro atribuyéndosela a Vila-Matas y acaba con un epílogo que nos da pistas sobre el adjetivo obsidional y nos cuenta una historia extra. Entre medio, una serie de artículos sobre ruinas, sitios de ciudades e historias magníficamente narradas y realmente absorbentes, con ecos de Borges.
Así se nos habla de la montaña de escombros que sepulta una construcción nazi y, paradójicamente, lo oculta y resignifica. De ciudades destruidas por el cambio del cauce de un río. De cómo las murallas, para algunos pueblos, son una vía para ablandar el carácter y es mejor no tenerlas. Mientras que otros, si su ciudad es sitiada, la desmontan con calma y se preparan la batalla.
Algunas construcciones militares se convierten en obsesiones artísticas para sus arquitectos. Otros, para salvar ciudades de la destrucción, interpretan literalmente la frase ‘quemar por las cuatro esquinas’ limitándose a incendiar los cuatro edificios situados en esas esquinas, y otros se conforman con poner una bandera -puesto que lo habían jurado- sin asaltar ni destruir.
Es una delicia de libro, de principio a fin. Cada una de las historias me ha encantado y me ha llevado a intentar averiguar más cosas de las que se cuentan.
Muy bueno.
El Gobierno vacila. Se teme una revolución. Se envía enseguida un verdadero ejército, al mando del general Oscar de Andrade Guimaráes. Se lanzan al desierto cuatro mil hombres, más un refuerzo de dos mil. Son otras tantas marionetas con uniformes europeos, con dormanes de rutilantes colores y sedosos pantalones de tela que atraviesan un paisaje hostil y se hieren con las espinas de la caatinga. Van equipados con ametralladoras, morteros y obuses. Arrastran la imponente mole de un cañón del 32, un Whitworth de mil setecientos kilos. Es como hacer franquear una montaña a un barco con álabes. A finales de junio de 1897, el pueblo, sitiado, es bombardeado sin descanso noche y día. El general piensa que dentro de poco será aplastada toda resistencia. Pero nadie se rinde y sus soldados continúan cayendo. Frente a él hay unos hombres armados con trabucos de un disparo, cuchillos, hondas. Esta guerra no responde a la lógica. Se trata de una guerra de Vendée, escribe Eu-clides da Cunha, que cubrió como periodista la aventura. Pasan semanas y la población de Canudos prefiere morir de sed, en medio de los incendios, a alzar la bandera blanca. De Andrade Guimaráes sabe por qué ha sido elegido él, el idealista, el asesino absoluto. El, que soñaba con batallas ordenadas, con sitios y ofensivas de gran estilo, acaba por exterminar a unos civiles defendidos por una tropa de bandidos ya sin municiones, minados por la disentería. Al cabo de dos meses, son hechos prisioneros algunos de estos exaltados. A pesar de las promesas de clemencia, se les degüella. Era un grupo de niños. El de más edad tenía ocho años. El general conoce el sabor del despecho. Ya no reconoce en él su pasión. Le entra un desaliento que contamina su sueño. La nación espera de él que plante su bandera sobre ese montón de cabañas calcinadas. El lo hará, pero la idea de gloria inherente a esta gesta conquistadora se empaña de miasmas pestilentes.
El duque Enrique de Lancaster ponía sitio desesperadamente a Rennes durante su campaña de 13 5 5-13 5 7. Veía debilitarse su ejército; la hambruna se dejaba sentir entre las tropas: esta expedición ya le había costado más de seis mil soldados. Consultó a sus oficiales: todos fueron de la opinión de que se levantara el sitio. El duque compartía totalmente este parecer, pero su juramento le retenía: había jurado plantar sus enseñas en los bastiones bretones. Se le ocurrió un recurso para ahuyentar sus escrúpulos. Los sitiados le propusieron que entrara, seguido de diez jinetes, y que llevara a cabo el juramento plantando su estandarte sobre una de las torres, a condición, eso sí, de que levantase el sitio a partir del día siguiente. El duque aceptó este ofrecimiento, y desplegó un aparato extraordinario para este pueril simulacro. Entró, pues, en Rennes, recibió las llaves de la ciudad, fue a plantar orgullosamente su estandarte sobre la torrecilla principal, y a continuación recorrió el interior de la ciudad. El duque de Lancaster no violó su palabra. Levantó el campamento al día siguiente, 30 de junio de 1357. Así concluyó el sitio de Rennes.
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