Alianza, 2004. 332 páginas.
Tit. Or. La Mélancolie des innocents. Trad. Carmen Torres París y Mª Dolores Torres París.
Historia a través del tiempo de una familia francesa. No está mal escrito, pero carece totalmente de interés. Absolutamente prescindible.
Al día siguiente Elysée se fue a un cuartel de Nimes como cientos de jóvenes. Léonce se encargó de alimentar a las gallinas y a los conejos y de cuidar las colmenas, para escándalo de Jeanne-Iréne, quien, cada vez que su hermano se sentaba a la mesa, ponía el grito en el cielo diciendo que tenía abejas en el pelo y apestaba a conejera.
Al contrario de la excitación de agosto del 14, la movilización general no concitó entusiasmo patriótico alguno. En las conversaciones callejeras pesaban la duda y el abatimiento, y, signo de los tiempos, durante algunos días los cuatro cafés de Solignargues cerraron mucho antes por falta de clientela.
Las actividades del pueblo se reanudaron rápidamente. Era el mes de la vendimia, había que lavar las gamellas, preparar cubos y capachos y formar las cuadrillas de vendimiadores teniendo en cuenta los hombres que se habían alistado. Por primera vez se llamó a los españoles perseguidos por el régimen de Franco. Anarquistas del POUM, trotskistas, comunistas, en su mayoría campesinos de Cataluña o de Asturias. Silenciosos e incansables, trabajaban en las viñas de la mañana a la noche, hiciese frío o calor, con una eficacia inigualable.
La reapertura del curso escolar se efectuó, como siempre, el primer lunes de octubre. Habían tenido un mes para acostumbrarse a una guerra cuyos efectos no se notaban. En Solignargues, como en otros sitios, los bien pensantes decían que el conflicto no pasaría de allí. Fiel a la doctrina defensiva preconizada por el estado mayor, el ejército francés no entraría en Renania. Por el este, Hitler sería detenido por la inexpugnable línea Maginot. Era lo que opinaba Rosalie.
Elysée volvió a casa antes de lo previsto. Licenciado. Se habló de graves dolencias surgidas durante las maniobras. I ,éonce se sintió liberado de un peso tremendo. Aquel episodio se saldaba con calurosas felicitaciones para él. Las gallinas ponían, los conejos habían engordado y las abejas se encontraban bien.
Desde el principio quedó claro que el niño no se entendía con su nueva maestra, la señorita Baquelard, que estrenaba su primer destino. Al principio se produjeron algunas disputas pedagógicas relativas a cuadernos garrapateados y fábulas de La Fontaine saboteadas. No sin serios argumentos, la joven maestra consideraba que al más sutil de nuestros escritores no le podía enmendar la plana un zoquete que escribía cuervo con dos palabras. Hay obras que ¡no se tocan! El zorro debía preferir el requesón y la cigarra cantar todo el verano para encontrarse desabastecida cuando llegase el invierno. Si el adulador no vivía de lo que escuchaba y a la hormiga le daba por compartir, adiós moral y adiós literatura. El malentendido cobró dimensiones esperpénticas con la famosa «Lección de cosas» de los viernes, que Léonce esperaba ansioso durante toda la semana y la joven consideraba una pejiguera. Mientras mi futuro tío llevó a clase serbas, bellotas, huevos hueros o aceitunas verdes que había cogido la víspera, se le toleró tan heterogéneo surtido de baratijas. La cosa cambió el día en que depositó en la mesa tic la maestra una carnada de ratoncillos grises que extrajo de su bulliciosa e inquieta gorra.
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