Jean Pierre Andrevon. Regreso a la Tierra.

marzo 10, 2008

Ediciones Martínez Roca, 1976. 192 páginas.
Tit. Or. Retour à la terre. Trad. Emilio Salas.

Jean Pierre Andrevon, Regreso a la Tierra
Cuidado con las verduras

En el prólogo del libro se explica su génesis; unos amigos, unas cuantas copas, y un reto: escribir un relato en el que los hombres regresan a la tierra y la encuentran dominada por los vegetales. El resultado fueron cinco historas en las que no todas cumplen al pie de la letra la idea original, aunque se le acerquen. Son las siguientes:

Así se aburren en utopía Francis Carsac

El universo está dominado por el hombre, pero está en una guerra perenne enter negros y blancos. Una expedición intenta encontrar la Tierra para encontrar argumentos para parar el conflicto. Allí se encontrarán con que el ser humano vive desde hace mucho tiempo en una utopía perfecta.

Donde la lluvia se peina en las curvas de las combrillas Pierre Marlson

El planeta tierra parece estar dominado por unas extrañas plantas letales, pero un expedicionario consigue introducirse dentro de ellas y descubre que en el interior viven seres humanos ajenos al exterior.

El perrito blanco que vagabundeaba solitario por las calles de la ciudad desierta Daniel Walther

Un navío interestelar llega a la tierra y cinco miembros de la tripulación realizarán una alucinada exploración por una ciudad abandonada.

Adaneva Philippe Curval

Un extraño ser humano deambula solitario por el planeta intentando encontrar la razón de su existencia.

El valle Jean-Pierre Andrevon

Una expedición de un mundo lejano se acerca al planeta tierra para examinarlo y tomar muestras… y los recuerdos muertos de siglos pueden despertar.

Los dos primeros relatos son bastante flojos, pero correctos. El tercero es una revisión de la ciudad de Bradbury en clave New Age y podría estar mejor si no fuera por el final. Los dos últimos son los mejores, en mi opinión.

Se deja leer.

Escuchando: Broom People. The Mountain Goats.


Extracto:[-]

Dulce ronroneo, atmósfera cálida, dulzona, infancia. Mis madres, las máquinas. Recorro con la mirada las hileras de pasadizos, recreo mis ojos en el verde-azul diáfano de las paredes que se espesan en capas progresivas hasta volverse casi opacas del otro lado de la burbuja. Sólo distingo las configuraciones electrónicas en el corazón del plástico, el brillo de los muebles de metal. Sí, allí, en la sala de vigilancia médica, distingo una mancha rosada. Instintivamente hallo el camino que conduce allí. Imágenes de la infancia. Largas auscultaciones cotidianas a las que estaba sometido; en aquella época el crecimiento de mi organismo era corregido por la quimioterapia.

Conteniendo el aliento me acerco a la puerta; no hacía falta. La joven tendida duerme. Sus cabellos y el vello de su sexo, de color caoba, dibujan dos sombras sobre su cuerpo de un rosa acidulado. La puerta, al abrirse, la descubre del todo. No debe tener más de diez años. Su cuerpo rollizo palpita en la luz azulada. Un metro cuarenta, aproximadamente; pies y manos que no están palmeados como los míos; brazos, pantorrillas, muslos, armoniosamente desarrollados por el ejercicio físico, con músculos largos. Caderas generosamente ensanchadas hasta la cintura irrealmente delgada. La guedeja de su sexo es demasiado espesa para su edad. Su desarrollo es más acelerado que el mío. A mis diez años era adulto, gracias a lo cual sobreviví a mi contacto brutal con el universo exterior, pero era impúber. Ella seguramente ya es nubil.

Más arriba, un tórax delgado sobre el que destacan dos senos redondos y firmes, amanzanados a pesar de la posición tendida de la joven. Cuello grácil, nariz traviesa, labios tan frescos que parece que el rocío acabe de depositarse en ellos. Y su cabellera salvaje, de largos bucles, cayendo en amplios pliegues sobre sus hombros, repartidos a su alrededor como una oleada de cobre. Un mechón describe una curva sobre su vientre.

Sus párpados tiemblan a veces imperceptiblemente. Las sondas lasers la auscultan centímetro a centímetro.

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