
Blackie Books, 2024. 260 páginas.
Llego a este libro a través del episodio especial que le dedicó el autor en su podcast Grandes infelices. A través de los últimos momentos de vida de su padre engarza una serie de reflexiones acerca de la escritura, el contar historias y la importancia de esa tinta invisible que no vemos pero que nos afecta.
Ha sido una delicia leer este libro. Trufado de anécdotas de escritores pero no puestas al azar, sino con un sentido dentro de cada uno de los temas que trata. Bajo el armazón de la triste historia personal que sirve de motor al libro, la muerte de su padre, con el que compartió lecturas y conversaciones sobre escritores.
Me atrapó desde el comienzo y lo devoré con avidez.
Muy bueno.
Poe estaba siempre endeudado y no pudo completar sus estudios universitarios; eso le provocaba una inseguridad de la que no conseguía deshacerse al confraternizar con otros literatos. Hay investigadores que aseguran que el uso de palabras arcaizantes en su obra tenía que ver con demostrar una cultura que su falta de cualificación universitaria podía poner en duda. Había empezado a jugar y a beber antes de cumplir los 18 y tuvo que huir y embarcarse con un nombre falso para no acabar en la cárcel porque su padrastro se negaba a sufragar sus deudas.
Edgar ahogaba sus miserias en alcohol y en pretensiones literarias. Creía que sus cuentos y poemas podían hacerle recuperar el lugar que la vida le había birlado. Su determinación por triunfar como escritor llegó a apartarlo durante un tiempo del alcohol. Como hizo también Balzac, cambió las bebidas espirituosas por café bien cargado. Balzac decía no poder escribir si no bebía torrentes de café. Un matemático calculó que el escritor francés había bebido 50.000 tazas a lo largo de su vida, y un doctor aseguró que la cardiopatía que lo mató había tenido que ver con su consumo desmedido de café.
El caso es que cuando Poe cambió el alcohol por la cafeína, alcanzó uno de sus mayores éxitos con el relato El escarabajo de oro. Pero seguía necesitando dinero, e intentó aliviar su maltrecha economía impartiendo charlas de literatura. Charlas en las que se dedicaba a una de sus aficiones favoritas: despedazar a la competencia.
Medio siglo más tarde, Knut Hamsun, un hombre de origen humilde al que habían ninguneado en los círculos literarios, se haría famoso dando conferencias en las que hacía trizas a Hen-rik Ibsen, el gran autor escandinavo de la época. Cuando Hamsun llevó sus charlas a un teatro de Copenhague, envió a Ibsen una invitación para un asiento en primera fila. El discurso de Hamsun comenzó con una burla sobre la simpleza psicológi-
ca de los personajes de Ibsen. La audiencia se rio a carcajadas, mientras el dramaturgo escuchaba impasible en su asiento. Un periodista indignado escribió que, de haber vivido en un país civilizado, alguien le habría volado a Hamsun la tapa de los sesos.
A la primera conferencia de Poe en Nueva York asistieron trescientas personas y el escritor salió de ella muy contento. El día en que estaba programada la segunda charla una violenta tormenta asoló el cielo neoyorquino, los rayos parecían cicatrices anaranjadas y granizaba sin parar. Cuando Poe salió al escenario, solo doce personas ocupaban el patio de butacas. El evento se canceló y, a la mañana siguiente, Edgar apareció en el trabajo en tal estado de ebriedad que un amigo tenía que sostenerlo del brazo para que no se cayese. Su etapa cafetera había terminado abruptamente. ¿Creéis que alguien con una verdadera confianza como la que expresaba al hablar de El Cuervo se habría hundido de esa manera por un contratiempo tan ligero?
Cuatro años más tarde, el doctor Snodgrass, un viejo amigo de Baltimore, recibió una nota urgente: Hay un caballero muy mal vestido que viaja bajo el nombre de Edgar Alian Poe. Está en muy mala situación y dice que es conocido suyo. Snodgrass acudió a la llamada y lo halló semiinconsciente, con los ojos vidriosos y medio desnudo. Había empeñado la ropa o se la habían robado. Tuvieron que meterlo en un carruaje como si fuera un cadáver. Lo enterraron al día siguiente en una tumba sin placa. Acudieron doce personas, incluidos los enterradores. Solo tres meses después, la crítica aclamaba a Edgar Alian Poe como un genio.
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