Acantilado, 2004. 160 páginas.
Trad. Celia Filietto.
Al rebufo de la película del mismo nombre -que todavía no he visto- decidí leer los cuentos de Thuber, que tenían buena crítica. La lista es la siguiente:
Té en casa de la señora armsby
El talante imperturbable
El señor monroe engaña a un murciélago
La lastimera seducción del señor monroe
El señor monroe se queda de guardia
Edad madura
La partida de emma inch
Hay una lechuza en mi cuarto
El misterio de los gemelos de topacios
Instantánea de un perro
Algo que decir
El sorprendente caso del señor bruhl
La velada comienza a las siete
Uno es soledad
La vida privada del señor bidwell
Casualidades de los cayos
Elogio de los perros
Cargos contra las mujeres
El alcaudón y las ardillas listadas
La polilla y la estrella
El buho que era dios
El unicornio en el jardín
La vida secreta de walter mitty
Un paseo con olympy
La señora del 142
La mayoría son retratos de la clase acomodada del Nueva York de los años 30. Problemas matrimoniales, aburrimento… por eso muchos de los protagonistas se evaden a otra realidad y se refugian en su imaginación. El cuento en el que se basa la película es el ejemplo perfecto. Mientras realiza sus quehaceres cotidianos el protagonista se imagina un famoso doctor que opera a vida o muerte o un intrépido comandante.
Mi preferido es, por salirse de los tópicos, Instantánea de un perro, descripción de su mascota Rex, de la que dejo una muestra. En éste y algún otro cuento se ve la calidad de su escritura, muy moderna. Otras reseñas: James Thurber: La vida secreta de Walter Mitty y La vida secreta de Walter Mitty. James Thurber .
Calificación: Bueno.
P.D. Ya he visto la película y, aunque no está mal, no se parece en nada al cuento.
Instantánea de un perro
El otro día, mientras buscaba no sé qué, encontré una oscura foto suya. Murió hace veinticinco años. Se llamaba Rex (mis dos hermanos y yo entrábamos en la adolescencia cuando le pusimos ese nombre) y era un bull terrier. «Un bull terrier norteamericano», decíamos, orgullosos; nada que ver con los fantoches ingleses. Tenía en el ojo una mancha de color que a veces le daba un aire de payaso y a veces recordaba a un político con sombrero hongo y cigarro. El resto era blanco, salvo por la mancha del lomo, que siempre daba la impresión de ir a caérsele, y otra mancha a manera de calcetín en una de las patas traseras. Pese a todo, despedía nobleza. Era grande y musculoso, de hermosa factura. Nunca perdió la dignidad, ni siquiera cuando trataba de cumplir con las tareas extravagantes que mis hermanos y yo teníamos por costumbre imponerle. Una de ellas consistía en llevar hasta el patio, cruzando por la verja del fondo, una barandilla de madera de tres metros. Se la lanzábamos al callejón y le ordenábamos que fuera a por ella. Rex era fuerte como un luchador, y había muy pocas cosas que no fuera capaz de sujetar de un modo u otro con sus potentes mandíbulas y levantar o arrastrar hasta donde él quisiera ponerlas, o hasta donde nosotros queríamos que las pusiera. Era capaz de agarrar la barandilla con un veloz movimiento, levantarla del suelo y salir confiado, tan campante, en dirección a la verja. Ahora bien, puesto que la verja tenía poco más de metro veinte de anchura, le resultaba imposible pasar con al barandilla puesta a lo an-
cho. Lo descubrió después de recibir una serie de terribles sacudidas, pero no se dio por vencido. Al final, consiguió encontrarle la vuelta: arrastraba la barandilla sujetándola por un extremo, gruñendo. Demostraba su enorme satisfacción meneando la cola sin parar. Apostábamos, con los niños que nunca habían visto a Rex en acción, a que nuestro perro era capaz de atrapar una pelota de béisbol por más alta que la lanzaran. Casi nunca nos falló. A Rex le cabía bien en la boca una pelota de béisbol, se la ponía a un lado, como si fuese una mascada de tabaco.
Era un luchador formidable, aunque nunca buscaba pelea. No creo que le gustara, pese a provenir de una casta de luchadores. Nunca se lanzaba al cuello de sus contrincantes, sino que iba por una oreja (así los perros aprendían), mordía con fuerza, cerraba los ojos y aguantaba firme. Era capaz de estarse así horas. Su pelea más larga duró desde el anochecer hasta que se hizo noche cerrada, fue un domingo. Tuvo lugar en la calle Principal Este de Columbus, con un chucho grande y fiero, sin raza, que pertenecía a un negro corpulento. Cuando Rex consiguió prendérsele a la oreja, el breve torbellino de gruñidos pasó a ser un lastimero alarido. Daba miedo oírlos y verlos. El negro levantó a los perros con decisión, los hizo dar vueltas por encima de la cabeza y al final los soltó como si estuviera practicando un lanzamiento de martillo; aunque cayeron a tres metros de distancia con un sonoro paf, Rex no soltó a su presa.
Los dos perros acabaron en medio de las vías, y al cabo de un rato, dos o tres tranvías quedaron retenidos por la pelea.
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