Dioptrías, 2016. 316 páginas.
Tit. or. Biała gorączka. Trad. Ernesto Rubio y Marta Slyk.
Según reza la contraportada es la narración de un periodista polaco en sus viajes por Siberia. Pero me ha dado la impresión de estar leyendo una novela postapocalíptica que nada tiene que envidiar a lo mejor del género. Quiero creer que todo es verdad, pero se roza lo increíble.
Son muchos los temas que se tratan. Empezando por lo difícil que es circular por un territorio en el que se alcanzan los 30 grados bajo cero, tienes que tener el motor siempre al ralentí para que no se congele y si esto ocurre tener gasolina, leña, hacha para cortarla, y aceite para hacer una mezcla porque no puedes encender una hoguera sólo con leña y gasolina. Necesitas mezclarla con aceite. Y el coche que puede soportar ese viaje es de los años 70 y sólido como una roca.
En esas tierras las tribus indígenas están desapareciendo por el delirio blanco, no tienen los genes adecuados para degradar el alcohol pero lo toman y se emborrachan de una manera salvaje, que les hace entrar desnudos en la tundra y no volver jamás, o dispararse un tiro de rifle. Poco pueden hacer las pocas políticas del gobierno para evitarlo. Tampoco pueden ir a la ciudad porque no lo soportan.
El autor visita al mítico Kalashnikov, inventor del arma que lleva su nombre, el pueblo que acoge al nuevo mesías Vissarion donde todos viven en armonía, habla con los antiguos hippies que han sobrevivido al terrible azote de las drogas y del SIDA y nos pinta en general un panorama de una URSS en descomposición que pone los pelos de punta.
Otras reseñas: El delirio Blanco y El delirio blanco
Fascinante y muy recomendable.
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