J.M. Machado de Assis. Cuentos de madurez.

marzo 11, 2025

JM Machado de Assis, Cuentos de madurez
Pre-textos, 2011. 460 páginas.
Trad. Bethania Guerra de Lemos y Juan Bautista Rodríguez.

Excelente antología de los cuentos de madurez de Machado de Assis. Unos cuentos que, a pesar de ser del siglo XIX, han envejecido estupendamente y que me han recordado por momentos a Chejov.

Son cuentos muy pegados a tierra, a lo cotidiano, que describen la naturaleza humana como lo que es, no como los ángeles o demonios que encontramos en textos más apasionados, sino como seres débiles, estúpidos, medio ciegos, pero a la vez atravesados de bondad y simpatía que despiertan nuestra ternura.

El marinero que regresa a los brazos de la chica con quien se prometió amor eterno se encuentra con que se casó con otro y, aunque promete suicidarse, acaba bebiendo con sus compañeros de tripulación. Hay pasiones, hay traiciones, pero la vida sigue adelante y en escasos momentos hay finales trágicos. En El guitarrico, por ejemplo, que refleja un sufrimiento trágico sobre hechos consumados, o La cartomante, que nos presenta a una adivina que acaba no adivinando nada.

En el resto, historias del día a día. Si viene Alcibiades desde la antigua Grecia para hablar con un contemporáneo se acaba discutiendo sobre moda. Si alguien escucha a los santos en secreto concilio se sorprenderá de a quién conceden los milagros.

Ha sido una lectura excelente de principio a fin.

Muy bueno.

Cuando yo alzaba la voz más de la cuenta, ella me reprendía:
—¡Más bajo! mamá puede despertarse.
Y no abandonaba aquella posición, que me llenaba de agrado, tan cerca estaban nuestras caras. Realmente, no era preciso hablar alto para ser escuchado; susurrábamos los dos, yo más que ella, porque era yo el que más hablaba; ella, a veces, se quedaba seria, muy seria, con la frente un poco fruncida. Finalmente se cansó; cambió de posición y de lugar. Rodeando la mesa, vino a sentarse a mi lado, en el canapé. Me di la vuelta y pude ver, de soslayo, la punta de sus chinelas; pero fue sólo durante el instante que ella gastó en sentarse; la bata era larga y las cubrió enseguida. Recuerdo que eran negras. Concepción dijo en voz muy baja:
—Mamá duerme lejos, pero tiene el sueño muy liviano; si se despertara ahora, la pobre, le costaría mucho volver a dormirse.
—A mí me pasa lo mismo.
—¿Qué dice? —preguntó ella inclinando su cuerpo para oír mejor.
Fui a sentarme en la silla que estaba al lado del canapé y repetí la frase. Se rió de la coincidencia; también ella tenía el sueño liviano; éramos tres sueños livianos.
—Hay veces que me pasa lo mismo que a mamá: despierto y me cuesta dormir otra vez, doy vueltas en la cama, me levanto, enciendo una vela, camino, vuelvo a acostarme, y nada.
—Fue lo que le pasó hoy.
—No, no —me atajó ella.
No entendí la negativa; quizá tampoco ella la entendiese. Tomó los extremos del cinto de su bata y se golpeó con ellos las rodillas, es decir, la rodilla derecha, porque acababa de cruzar las piernas. Después me contó una historia de sueños, y me aseguró que sólo había tenido una pesadilla en toda su vida, cuando era niña. Quiso saber si yo las tenía. La conversación siguió así, lentamente, largamente, sin que yo me acordase de la hora ni de la misa. Cuando yo terminaba una narración o una explicación, ella inventaba otra pregunta u otro tema, y yo volvía a tomar la palabra. De vez en cuando me reprendía:
—Más bajo, más bajo…
Hubo también algunas pausas. Dos o tres veces me pareció que la veía dormir; pero los ojos, cerrados por un instante, se abrían en seguida, sin sueño ni fatiga, como si apenas los hubiese cerrado para ver mejor. En una de esas veces creo que me sorprendió absorto en su persona, y recuerdo que volvió a cerrarlos, no sé si de prisa o lentamente. Hay impresiones de esa noche que se me aparecen truncadas o confusas. Me contradigo, me enredo. Una de las que aún tengo frescas es que, en cierto momento, ella, que era apenas simpática, se volvió linda, se volvió lindísima. Estaba de pie con los brazos cruzados; yo, por respeto, quise levantarme; ella no me lo permitió, puso una de sus manos en mi hombro, y me obligó a permanecer sentado. Pensé que iba a decir algo; pero se estremeció, como si sintiese una corriente de frío, se volvió de espaldas y fue a sentarse en la silla donde me había encontrado leyendo. Desde allí dejó vagar la mirada por el espejo, que estaba encima del canapé, y me habló de dos grabados que colgaban de la pared.
—Estos cuadros se están poniendo viejos. Ya le pedí a Chiquinho que compre otros.
Chiquinho era el marido. Los cuadros reflejaban el interés primordial de su dueño. Uno representaba a Cleopatra; no recuerdo el tema del otro, pero era también un cromo con mujeres. Vulgares ambos; pero en aquella época no me parecían feos.
—Son bonitos —dije.
—Bonitos son; pero están en mal estado. Y además, francamente yo preferiría dos imágenes, dos santos. Estos están más apropiados para un cuarto de muchacho o una barbería.
—¿Barbería? No creo que usted haya estado en ninguna…
—Pero me imagino que los clientes, mientras esperan, hablan de muchachas y de noviazgos, y naturalmente el dueño del local les alegra la vista con figuras bonitas. En cambio para una casa de familia no me parecen apropiadas. Por lo menos es mi opinión; pero yo pienso muchas cosas, así, un poquito raras. Sea como sea, no me gustan esos cuadros. Yo tengo una Nuestra Señora de la Concepción, mi madrina, muy bonita; pero es una estatua, no se puede colgar en la pared, ni yo lo desearía. Está en mi oratorio.

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