Salvat, 1972. 130 páginas.
Tit. Or. Первая Любовь, Aся . Trad. José Fernández Sánchez.
Tengo debilidad por los escritores rusos. Es una suerte que tengan tantos y tan buenos autores. Turgénev no es de los más conocidos, pero muy injustamente.
Se reunen aquí dos novelas cortas. El primer amor, donde un adolescente empezará a descubrir lo que es el amor, y a la vez el desengaño -por el pretendiente más inesperado y que más daño podría hacerle. En Asia el amor lo provoca una muchacha de carácter extraño, con una historia detrás que lo explica todo. Tampoco el enamorado encontrará la felicidad.
Tiernas, bien escritas y, supuestamente, de carácter autobiográfico. Pueden encontrarse gratis en el enlace de abajo y en cualquier biblitoeca -ventajas de ser un clásico. Muy recomendables.
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Calificación: Bueno.
Un día, un libro (357/365)
Extracto:[-]
Tenía a la sazón dieciséis años. Ello acontecía en el curso del verano de 1833.
Yo vivía en casa de mis padres, en Moscú. Habían alquilado una villa cerca de la Puerta Kalugski, frente al jardín Neskuchny. Yo me preparaba para la universidad, pero trabajaba poco y sin prisa.
Nada coartaba mi libertad: tenía derecho a hacer todo lo que se me antojaba, sobre todo desde que me había liberado de mi último preceptor, un francés que jamás había logrado hacerse a la idea de que me había caído en Rusia comme une bombe y se pasaba los días enteros echado en su cama con una expresión exasperada.
Mi padre me trataba con tierna indiferencia; mi madre apenas me prestaba atención, a pesar de que yo era su único hijo: la absorbían otra clase de preocupaciones.
Mi padre, joven y apuesto, había hecho un matrimonio de conveniencia. Mi madre, diez años mayor que él, había tenido una existencia muy triste: siempre inquieta, celosa y taciturna, no se atrevía a traicionarse en presencia de su marido, al que temía mucho… Él, por su parte, afectaba una severidad fría y distante… Jamás he conocido hombre más seguro, más tranquilo y más autoritario que él.
Siempre recordaré las primeras semanas que pasé en la villa. Hacía un tiempo soberbio. Nos habíamos instalado en ella el 9 de mayo, día de San Nicolás. Yo solía ir a pasear por nuestro parque, el Neskuchny, o por el otro lado de la Puerta de Kalugsky; me llevaba cualquier libro de texto -el de Kaidanov, por ejemplo-, pero raras veces lo abría, y me pasaba la mayor parte del tiempo declamando versos, de los cuales sabía muchísimos de memoria. Mi sangre se agitaba, y mi corazón se lamentaba con dulce alegría; esperaba algo, y me sentía atemorizado sin saber por qué, siempre intrigado y dispuesto a todo, sin embargo. Mi imaginación jugaba y remolineaba alrededor de las mismas ideas fijas, como los vencejos, al amanecer, en torno del campanario. Me sentía soñador, melancólico, y a veces llegaba hasta a derramar lágrimas. Pero a través de todo aquello, brotaba, como la hierba en primavera, una vida joven e hirviente.
Poseía un caballo. Lo ensillaba yo mismo y marchaba muy lejos, solo, al galope. Ora me imaginaba ser un caballero que entraba en liza -¡y cuán alegremente silbaba el viento en mis oídos!-, ora levantaba el rostro al cielo, y mi alma, abierta de par en par, se empapaba de su luz deslumbradora y de su azul.
Ni una imagen de mujer, ni siquiera un fantasma de amor se habían presentado todavía claramente a mi espíritu; pero en todo lo que pensaba, en todo lo que sentía, se ocultaba un presentimiento sólo a medias consciente y lleno de reticencias, la presencia de algo inédito, infinitamente dulce y femenino…
Y aquella espera se adueñaba de todo mi ser: la respiraba, fluía por mis venas, por cada gota de mi sangre… Y pronto debía verse colmada.
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