Siruela, 1993. 120 páginas.
Tit. or. Il visconte dimezzato. Trad. Esther BenÃtez.
Un cañonazo en la guerra ha partido por la mitad al vizconde de Terralba. Cuando regresa a su castillo, medio cuerpo que camina con una muleta, sus convecinos se dan cuenta de que ha cambiado. Es una persona cruel que se dedica a hacer el mal en cuanto tiene ocasión. Pero todo cambiará cuando llegue un visitante inesperado.
Derroche de fantasÃa, construido como una fábula repleta de secundarios que tienen más cuerpo que muchos protagonistas de otras novelas, es una muestra del buen hacer narrativo del autor, que esconde una parábola dentro de una historia muy agradable de leer.
Es la primera parte de una trilogÃa que leà hace tiempo (mucho tiempo) pero que como me he encontrado este ejemplar por la calle he vuelto a leer con gusto. Y es que a Calvino se le puede leer siempre, que nunca defrauda.
Muy recomendable.
La maldad de Medardo se dirigió también contra su propio haber: el castillo. El fuego
comenzó en el ala donde vivÃan los criados y flameó entre fuertes chillidos de quien habÃa
quedado prisionero, mientras se vio al vizconde alejarse cabalgando por el campo. Era un
atentado que habÃa tendido a la vida de su nodriza y casi madre Sebastiana. Con la
obstinación autoritaria que las mujeres pretenden mantener sobre aquellos que han
conocido de niños, Sebastiana no dejaba nunca de regañar al vizconde en cada nueva
fechorÃa, incluso cuando ya todos se habÃan convencido de que su naturaleza estaba
abocada a una irreparable, insana crueldad. Sacaron a Sebastiana maltrecha de los
muros carbonizados y tuvo que guardar cama muchos dÃas, para curarse de las
quemaduras.
Una noche, la puerta de la habitación en la que yacÃa se abrió y el vizconde apareció
junto a la cama.
—¿Qué son esas manchas en vuestra cara, nodriza? —dijo Medardo, indicando las
quemaduras.
—Un rastro de tus pecados, hijo —dijo la vieja, serena.
—Vuestra piel está afeada; ¿qué mal tenéis, nodriza?
—Un mal que no es nada, hijo mÃo, comparado con el que te espera en el infierno, si no
te corriges.
—DeberÃais curaros pronto: no querrÃa que se supiera por ahà este mal que padecéis…
—No tengo que tomar marido, para cuidar de mi cuerpo. Me basta la conciencia
tranquila. Si pudieras decir tú lo mismo…
—Y sin embargo, vuestro esposo os espera, para llevaros consigo, ¿no lo sabéis?
—No ridiculices a la vejez, hijo, tú que has tenido la juventud agraviada.
—No bromeo. Escuchad, nodriza: vuestro novio está tocando bajo la ventana…
Sebastiana aguzó el oÃdo y oyó fuera del castillo el son del cuerno del leproso.
Al dÃa siguiente Medardo mandó llamar al doctor Trelawney.
—Manchas sospechosas han aparecido no se sabe cómo sobre el rostro de una vieja
sirvienta nuestra —dijo al doctor—. Todos tememos que sea lepra. Doctor, confiamos en
las luces de su sabidurÃa.
Trelawney se inclinó balbuceando:
—Mi deber, milord…, siempre a sus órdenes, milord…
Dio media vuelta, salió, huyó fuera del castillo, cogió consigo un barrilete de vino
«cancarone» y desapareció en los bosques. No se le vio durante una semana. Cuando
regresó, la nodriza Sebastiana habÃa sido enviada al pueblo de los leprosos.
Dejó el castillo un atardecer, vestida de negro y con velo, llevando bajo el brazo un
paquete con sus cosas. SabÃa que su suerte estaba echada: tenÃa que tomar el camino de
Pratofungo. Dejó la habitación donde la habÃan tenido hasta entonces, y no habÃa nadie
ni en los pasillos ni en las escaleras. Bajó, atravesó el patio, salió al campo: todo estaba
desierto, a su paso todos se apartaban y se escondÃan. Oyó un cuerno de caza modular
una llamada de sólo dos notas: ante ella en el sendero estaba Calateo que alzaba al cielo
la boca de su instrumento. La nodriza se encaminó a pasos lentos; el sendero seguÃa la
dirección del sol del ocaso; Galateo la precedÃa un buen trecho, de vez en cuando se
paraba como contemplando los avispones que zumbaban entre las hojas, alzaba el
cuerno y elevaba un triste acorde; la nodriza miraba los huertos y las riberas que estaba
abandonando, sentÃa detrás de los setos la presencia de la gente que se alejaba de ella, y
volvÃa a tomar el camino. Sola, siguiendo de lejos a Galateo, llegó a Pratofungo, y las
puertas del pueblo se cerraron tras ella, mientras las arpas y los violines comenzaron a
sonar.
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