Ignacio Vidal-Folch. Noche sobre noche.

abril 21, 2022

Ignacio Vidal-Folch, Noche sobre noche
Destino, 2009. 370 páginas.

Incluye los siguientes relatos:

Prognosis
Fiesta mayor
Cantelecorn
Graciela y los sanburu
¿Por qué dejaste Ingenieros y te metiste a conductor de tranvías?
Angustia
Un oso en los bosques de Bohemia
El chino de la foto
Humor militar
Los visitantes
Mensaje
Noche sobre noche

De temas diversos, aunque muchos ambientados en centroeuropa por la querencia del autor a esa zona. Escritos con humor, ternura y mucha inteligencia. En Mensaje, por ejemplo, traza una metáfora perfecta sobre el fin del terrorismo que ahora resulta de una clarividencia increíble.

Otra reseña: Noche sobre noche. Tenía más, pero han desaparecido de internet, y en realidad buscando ahora apenas aparece nada. Vidal-Folch es un escritor poco dado al pesebrismo, y le pesa bastante en su repercusión mediática, a pesar de su calidad.

Muy bueno.

—Usted no me está a escuchar. ¿En qué piensa? —En el amor, Margo, en el amor. El amor es lo único que cuenta, es lo que mueve el mundo…
—Pero ¿a qué viene ahora eso? —mientras oponía estas palabras exhaló un gemido, se rindió y como en trance le abrió al alcalde su viejo, maltratado corazón y se puso a hablar de su infancia.
Había crecido en un caserón grande como un castillo, en el norte lluvioso, hija única de una estirpe tarada: su padre siempre estaba ausente o malhumorado; la madre padecía una enfermedad nerviosa crónica, y la mayor parte del tiempo estaba reducida a unos aullidos sordos tras una puerta que ella tenía terminantemente prohibido abrir; y tío Roger cuando no estaba en lo alto de su torreón, entregado a investigaciones históricas y literarias que a su muerte se revelarían estériles, se desplazaba por los salones de la planta baja como si estuviera de visita en un planeta cómicamente extraño donde las chimeneas permanecen apagadas hasta que ha pasado lo más crudo del invierno y donde se oye a los animalitos roer la madera de los muebles y corretear bajo la tarima y por el techo artesonado, mientras dejaba caer aquí
y allá zahirientes comentarios sobre cualquiera con quien se encontrase: podía ser un huésped de antiguo, que había perdido la casa durante un bombardeo del blitz de Londres y gozó de una hospitalidad desamparada, hasta que al cabo de un tiempo indefinido se fue sin despedirse; o alguna de las mujeres del servicio doméstico; o alguno de los tutores y sucesivas mademoiselles y frauleins a las que se había confiado la educación de su sobrina; o esa misma sobrina, temerosa e infeliz. En las noches de insomnio de los años por venir, cuando quería explicarse a sí misma qué le había dañado tanto en su infancia —le explicaba al apuesto alcalde, con abandono, y con la felicidad de abrir por fin las secretas recámaras de su alma a alguien que quizás lo mereciese, quizás no, ya se vería: tenían por delante todas las vacaciones del verano para comprobarlo— recordaba los paseos por el páramo en compañía de un jardinero mudo. Recordaba la lluvia, tardes interminables de lluvia que pasaba jugando solitarios a los naipes. Veladas de lecturas novelescas en la biblioteca, bajo la mirada entre condescendiente y despectiva de tío Roger sentado en un sillón, vestido con batín de seda, los dedos entretenidos con un libro y un cigarrillo de perfumado humo, una chinela de raso morado balanceándose en la punta de su pie blanquísimo (él, que había sido piloto de caza y sobrevivido a la Batalla de Inglaterra). «¿Te han dicho alguna vez, sobrinita… que no eres una niña muy guapa? ¿No…? ¿No te lo han dicho nunca? Es raro.»

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