Dietario del autor llena de reflexiones y anécdotas interesantes y divertidas. Disfruté muchísimo con su lectura, creo que no ha sacado más y es una pena.
Muy bueno.
19.180 — Declara un policía que estuvo en el infierno de Atocha:
—Los cadáveres despedazados impresionaban, pero lo que no olvidaré nunca son los timbres de sus teléfonos móviles.
Efectivamente: los muertos ya descansan, el espectáculo terrible es el de la esperanza que tú sabes que va a ser defraudada.
19.198 — Cuenta Ridruejo en Casi unas memorias que durante la guerra Ramón Ruiz Alonso se ofreció a prestar sus servicios a Propaganda del Régimen y él lo sacó de su despacho con cajas destempladas por ser el responsable, o uno de los mayores responsables, de la muerte de García Lorca. Ruiz Alonso se excusó amparándose en la obediencia debida, pero Ridruejo hizo comparecer a Luis Rosales, que aguardaba tras una puerta y que confirmó formalmente la acusación.
Ruiz Alonso tuvo tres hijas actrices y las tres tomaron otros apellidos para sus respectivas carreras teatrales. La cuarta hija se casó con un ciudadano americano y se fue a Las Vegas.
La vida de Ruiz Alonso tuvo que ser muy peculiar: cada vez que oía el apellido «García Lorca» se acordaría de aquellos días de Granada. Y debió de oírlo muchas veces. Estar en la piel de Ramón Ruiz Alonso fue un malestar minucioso, incesante. Según su hija Emma Penella, que se enteró de su implicación en el crimen durante una fiesta, cuando alguien le espetó algo así como «¡ Pero qué se habrá creído ésta, si no es más que la hija del asesino de Lorca», Ruiz Alonso, al enterarse del incidente, se encerró en un cuarto. «Llevó una vida solitaria y aislada.»
He descubierto a otro «raro»: Tristán de Jesús Medina, un autor maldito que estudió en Madrid y a los dieciocho años regresó a Cuba, donde publicaba libros de temática europea. Tras enviudar se ordenó sacerdote y en 1860 regresó a España; desde el pulpito describía los encantos de la Virgen María, pero los describía con tanta sensualidad que blasfemaba, y le prohibieron predicar; esta censura a sus ojos inmerecida le resultó insoportable: apostató; se convirtió a la religión protestante; se ordenó como pastor; le expulsaron también de esta otra iglesia; emigró a Suiza, donde fundó una nueva… Ferrer le ha dedicado un libro y afirma que su novela Mozart ensayando su Réquiem es formidable.
escaleras abajo, y con ella bajo el brazo (cefalóforos se llaman los capaces de hacer eso, y suelen ser santos) salió del palacio, y se fue a montar el despacho de abogados más influyente y próspero de la ciudad. Ahora se detiene un momento para una charla de cortesía. La cabeza la vuelve a tener sobre los hombros: tiene calva alta, perfil de conspirador florentino, párpados caídos y labios que sugieren sensualidad o crueldad. De pequeño debió de ser travieso y egoísta, seguro que ganaba siempre a las canicas y en los exámenes sacaba sobresalientes sin tener que estudiar. Sin duda es un hombre inteligente y un dialéctico, y al tenerlo delante de mí, y pensar en lo que a lo largo de la vida, para conservar lo que tenía y aumentarlo todo lo posible, y llegar a donde ahora se encuentra tan obviamente satisfecho y cómodo, ha tenido que hacer, decir, callar y tocar, he sentido el mareo de tal abundancia y espesura de cosas en mal estado. Pero no queriendo poner a Xavier en un compromiso me he mantenido ahí tranquilo y casi tan cómodo como él, sabiendo que el trance iba a ser breve, como en efecto lo ha sido. Hablan de la crisis económica mundial. Xavier comenta que la quiebra de la banca Lehman, la cuarta del mundo, creo, aunque sea una catástrofe sólo ha hecho caer dos o tres puntos la bolsa. Roca sacude la cabeza y dice con su sonrisita de entendido que se teme que esto sólo es el principio, y que detrás de ese banco caerán otros, en los próximos días. La misma manera en que Xavier, que es un optimista incorregible, insiste en que lo que está sucediendo «no es lo del 29», y la forma en que el florentino responde esta vez sin palabras, sólo con su son-risita y sacudiendo la cabeza, me pone los pelos de punta, como si el cefalóforo estuviera en el secreto de lo que va a pasar y vaticinase una nueva Edad Media.
En los periódicos estos días todo son advertencias, temores y pronósticos reservados.
Es una noche muy agradable; el clima, templado, suave.
19-394 — No podremos entendernos nunca los unos a los otros, porque nuestra supervivencia depende de no reconocer —no admitirlo, fingir que no lo sabemos, ocultárnoslo— que unos son más inteligentes que otros.
—Es mucho más inteligente que tú, ¿no lo comprendes?
No, eso es incomprensible, eso es inaceptable.
—Pero, hombre, ríndete a la evidencia, tú eres muy tonto, comparado con él.
¡No, no, sólo lo parece! En el fondo…
Antonio Masoliver, Joan Teixidor y el editor Josep Vergés. Agustí tiene en sus memorias, Ganas de hablar, unas páginas muy divertidas sobre la primera convocatoria del premio. Su amigo el periodista César González Ruano, que era una celebridad y un escritor notable, vivía entonces en Sitges y durante los últimos meses había estado escribiendo cada mañana en el velador de un chiringuito de la playa la novela La terraza de los Palau. A cualquiera que pasase a saludarle, Ruano le explicaba que no podía entretenerse, porque tenía que acabar cuanto antes ha terraza de los Palau, que le habían pedido unos amigos de Barcelona para darle un premio. Pero justo el día en que se cumplía el plazo de admisión de originales, llegó a las oficinas del Nadal el manuscrito de Nada, y pronto quedó clara la superioridad de esta novela sobre las demás, también sobre la de Ruano. A Agustí y otros miembros del jurado les tocó la incómoda papeleta de ir a Sitges y comunicarle que no le daban el premio a él sino a una perfecta desconocida llamada Carmen Laforet.
Las emisoras de radio ya habían difundido la noticia cuando Agustí y sus encogidos expedicionarios llaman a la puerta de Ruano; abre la esposa y les franquea el paso al recibidor, donde oyen la voz tétrica del amigo César, que, en lo alto de la escalera, vejado y blasé, dice:
—Luisa, pregúntales a esos señores qué desean.
—¡Hombre, César, por Dios, no te lo tomes así!
Lograron que se sentase con ellos a beber unos whiskys y le explicaron que Nada era mejor que La terraza de los Palau; César replicaba:
—Pero, vamos a ver, ¿desde cuándo se dan, en España, los premios a las mejores novelas? ¡Los premios, en España, desde siempre, se dan a los amigos, gracias a Dios y faltaría más!
Les llevó toda la noche vaciar las botellas necesarias para aplacarle. Agustí cuenta la anécdota con mucho salero…
19.533 — ¿Suena el teléfono de madrugada? Serán los amigos, que están de ronda, y vienen a arrancarte del sueño para que te tomes con ellos las copas del amanecer.
¡ Ah, pero no, no puede ser, eso fue hace mucho!…
¿Suena el teléfono de madrugada? Ve preparando la corbata negra.
blica deberían tomar en consideración el envejecimiento exponencial de la población y empeñarse en políticas que reduzcan drásticamente la enorme cantidad de tiempo que tienen los contribuyentes entrados en años para rumiar su triste condición y vivirla secretamente atormentados por la angustia, el miedo y la depresión. El trabajo es lo único que evita que pensemos en la inminente catástrofe. Hay que sobrecargar a los viejos de trabajo, por su propio bien. Hay que someterles a jornadas extenuantes, implacables, esclavistas. Pero, en vez de eso, hemos organizado las cosas de la manera menos lógica y más dañina: se le sustrae al joven sus mejores años, que ha de votar a los altares sacrificiales de la oficina, el taller y la cadena de producción insensata, y cuando alcanza los sesenta y cinco años se le arrebata ese opio anestesiante, para que en adelante, veinticuatro horas al día, se enfrente, «jubilado», a la contemplación de la arena en el reloj…
No, no, todo esto se debería organizar al revés: los jóvenes han de disfrutar de una vida plenamente ociosa y formatíva hasta que cumplan los cuarenta años, que es la edad aproximada en la que el hombre, ya hecho, formado y malogrado, asume sin poder evitarlo y entre las angustias de la famosa «crisis de los cuarenta» el conocimiento de su condición mortal; a partir de entonces hay que someterle a disciplinas laborales intensas e incluso extenuantes, hasta el extremo de que cuando le dé tiempo a pensar en la muerte le parezca una liberación, y le dé la más gozosa bienvenida cuando llegue.
El mismo Felipe II, el rey católico, se mofó de la abundancia de reliquias —abundancia ciertamente sobrenatural—, especialmente de astillas y clavos de la Cruz, que circulaban por su imperio y que constituían, por cierto, una moneda de cambio más valiosa y apreciada que la moneda propiamente dicha. El rey sabía que la mayoría eran falsas, pues la Cruz no podía tener un tamaño tan gigantesco para dividirse en tantas astillas, y los huesos de san Lorenzo no pudieron ser fragmentados en tantísimos millares de pedacitos como circulaban por las tierras cristianas; pero quizá no comprendía —en toda burla se manifiesta cierta incomprensión, cierta carencia de inteligencia— que para la influencia que el fetiche pueda ejercer sobre el fetichista no tiene mucha importancia que sea auténtico o falso.
En nuestros días, en los que supuestamente el amor ha tomado formas menos divinas y más humanas, más carnales, el fetiche amoroso por excelencia es un mechón de la cabellera de la amada, y más aún, un mechón de su vello púbico. Dos grandes cineastas y erotómanos, Felli-ni en La ciudad de las mujeres y Berlanga en La escopeta nacional, ponen en escena a sendos coleccionistas de esta clase, y se burlan de ellos, sin por ello dejar de admirarles. A propósito de esto, cuando yo trabajaba en Complot, la editorial de Joan Navarro, que entre otros libros y productos publicaba la revista Selen, sucursal de la revista original italiana homónima, consagrada a una actriz porno entonces muy famosa y que se hacía llamar así, Selen (aunque en realidad se llamaba Luce Caponero), tuve ocasión de conocerla y almorzar con ella y con su novio Fabio en Casa Leopoldo. Es un restaurante muy conocido en la ciudad y tiene cierto pedigrí literario desde que André Pieyre de Mandiargues lo frecuentó mientras vivía en Barcelona y escribía La marge. Como todos o casi todos los novios de las actrices de esta clase tan particular, Fabio era un chico musculoso y aparentemente de cortas luces, pero vivo, sin escrúpulos y atento a cualquier posibilidad
que se le presentase de ganar dinero sin trabajar. Su aspecto físico —su sonrisa franca y su laboriosa musculatura— era característico de su oficio. Le brillaba el rostro un poco brutal como si sudase aceite, llevaba el pelo cortado a lo cherokee, llevaba tatuajes, piercings, anillos; y un pesado collar de oro macizo con un pequeño busto también de oro que representaba a Selen, asomaba de su camisa desabrochada.
Ella era una joven bajita, rubia, con un rostro agudo, ávido, de cuerpo estilizado, delgada con grandes pechos, vulgar, sonriente, simpática, ávida de vida, de experiencia, de fama y de dinero, y para la ocasión vestía con decoro. Me cayó bastante bien y no se la veía mentalmente desestructurada ni devastada ni aburrida.
Comimos. Como plato fuerte, ambos quisieron mariscos, y bebimos una botella de vino blanco, y después de comer y beber y hablar sobre el funcionamiento de la revista, de comparar difusión y beneficios de las dos ediciones, la original italiana y la sucursal española, Joan se lamentó de que las expectativas de crecimiento de esta última no eran grandes. De hecho estaba en una situación financiera delicada. Entonces Selen nos comentó que en Italia también habían pasado por eso y habían recurrido a un sistema de promoción que obtuvo un éxito sensacional. —Sí, hicimos una promoción para fidelizar a los lectores —explicó Fabio—. En cada número de la revista incluimos un cupón, y a cada lector que nos enviase seis cupones le enviaríamos en una bolsita de plástico un re-
galito.
—¿Qué clase de regalito? —preguntó Joan—. ¿Una
película?
—No, algo más personal.
—¿Una foto de Selen dedicada?
—No… ¡Mucho mejor! ¡Adivínalo! ¿No? ¿No se te ocurre?… Un pelo. Un pelito del cono de Selen. ¿Te acuerdas, Luce, de lo furiosa que te pusiste?
—Sí, al principio no me importó —dijo la pornostar
comiendo una cucharada de su copa Melba—, porque no me imaginaba que serían tantos, y como me daba pereza ir a buscar las tijeras, me los arrancaba. Pero luego también fue un fastidio andar cortando pelitos cada día y llevarlos a la redacción de la revista para que los embolsaran y los enviasen a los chicos que me leían…
El rufián lanzó al fin la carcajada que hacía rato que estaba reprimiendo.
—¡Es que cada día nos llegaban decenas de cartas de anhelantes cupones, reclamando un pelito de Luce!
—Me harté —dijo Selen—. Fui a la revista.
—¡Estaba furiosa! —se rio Fabio.
—Estaba hartísima de su estúpida promoción.
—¡Pero cómo que estúpida, si tuvo un éxito fenomenal!
—Y les dije que en adelante yo me desentendía del asunto y que enviasen sus propios pelos.
Fabio lanzó otra carcajada:
—Gino, Massimo, Andrea…, los redactores de la revista, todos varones, tuvieron que resignarse a arrancarse pelos de ahí abajo, meterlos en bolsitas de plástico y enviarlos por correo «en paquete discreto», junto con un certificado de autenticidad firmado por Selen, y una notita «personal» de Luce: «Me hace mucha ilusión que tengas y conserves durante el resto de tu vida un regalo tan personal y tan exclusivo: parte de mi cuerpo».
Joan y Fabio se partían de la risa.
—¿Y qué es tan divertido? —dijo Selen—. Si los pobres chicos no sabían que el pelito no era mío, lo disfrutarían igual que si lo fuese, ¿no os parece?
También a ella se le escapaba la risa:
—Cuando pienso en esos chicos sacando de la bolsita un rizado cabello de Gino, y lamiéndolo, excitadísimos…
Sin dejar de sonreírse mientras se llevaba una cucharada a su boquita pintada, dijo:
—Lo que cuenta es la ilusión.
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