Seix-Barral, 2021. 366 páginas.
Tit. or. L’anomalie. Trad. Pablo Martín Sánchez.
Un avión procedente de París aterriza en Nueva York después de haber atravesado una tormenta. Tres meses más tarde, de manera sorpresiva, otro avión idéntico, con los mismos pasajeros, aparece en el cielo. A partir de aquí se abrirá una crisis que pondrá en jaque a toda la humanidad.
Me venía muy recomendado y meh. No digo que el planteamiento no sea original, más propio de la ciencia ficción que de un premio Gouncourt, ni que no se lea con gusto e incluso con la velocidad propia de los superventas. El problema es que resulta una lectura bastante insustancial.
Si uno viene de la ciencia ficción, como es mi caso, has leído cosas basadas en situaciones parecidas e incluso más originales. Las ideas que se plantean en el libro para explicar esta anomalía no van más allá del corpus de lo que ya tenemos. E incluso se decantan por una explicación, en mi opinión, demasiado rápido.
Por lo tanto si queremos virtudes tenemos que buscarlas en la parte de la literatura. Y aquí el libro flojea todavía más que en la ciencia ficción. Una galería de personajes dibujados con un trazo más bien grueso, que no consiguieron interesarme lo más mínimo salvo alguna excepción aquí o allá.
En conjunto: un libro entretenido pero cuya lectura me podría haber ahorrado perfectamente. Lo que más me ha gustado es lo que se deja entrever al final, que tiene su retranca.
Se deja leer.
A Victor Miesel no le falta encanto. Sus facciones angulosas han ido suavizándose con los años, el pelo tupido, la nariz romana y la piel aceitunada recuerdan en cierto modo a Kafka, un Kafka vigoroso que habría conseguido superar la cuarentena. Es alto y aún delgado, aunque el carácter sedentario propio de su oficio lo haya abotargado un poco.
Y es que Victor escribe. Lamentablemente, a pesar de la buena recepción crítica de dos de sus novelas, Las montañas vendrán a nosotros y Fracasos malogrados, a pesar de haber recibido un premio literario muy parisino, de esos cuya faja roja no despierta sin embargo demasiadas pasiones, sus ventas nunca han superado unos pocos miles de ejemplares. A estas alturas ya ha asimilado que no es ninguna tragedia, que la desilusión es lo contrario del fracaso.
A sus cuarenta y tres años, quince de los cuales dedicados a la escritura, el mundillo literario le parece un tren grotesco en el que unos listillos sin billete se cuelan descaradamente en primera, con la complicidad de unos revisores incompetentes, mientras en el andén se quedan los genios modestos (una especie en extinción a la que no se hace ilusiones de pertenecer). Pero Miesel tampoco es un amargado; ha acabado por no darle importancia, se conforma con estar sentado en las ferias de libros firmando cuatro ejemplares en otras tantas horas; cuando un confraternal fiasco deja a su vecino de mesa con tanto tiempo libre como a él, charlan desenfadadamente. Miesel, que a primera vista parece alguien ausente y distante, tiene reputación de ser gracioso sin quererlo. Pero ¿acaso la gente realmente graciosa no lo es siempre «sin quererlo»?
Miesel se gana la vida con las traducciones. Del inglés, del ruso y del polaco, lengua en que le hablaba su abuela cuando era niño. Ha traducido a Vladímir Odóyevski y a Nikolái Leskov, autores decimonónicos que ya nadie lee. También ha hecho cosas disparatadas, como adaptar para un festival Esperando a Godot en klingon, la lengua de los crueles extraterrestres de Star Trek. Para no dejar tiritando su cuenta corriente, Victor traduce también del inglés best sellers entretenidos, de esos que dan a la literatura un estatus de arte menor para menores. Su profesión le ha abierto la puerta de los editores más prestigiosos, por no decir poderosos, sin que sus propios manuscritos hayan conseguido pasar del rellano.
Miesel tiene una superstición: lleva siempre en el bolsillo de los vaqueros una pieza de Lego, la más común, la de dos por cuatro, de color rojo intenso. Procede de la muralla del castillo fortificado que estaba construyendo con la ayuda de su padre cuando se produjo el accidente en la obra y la maqueta se quedó a medias, junto a la cama. El pequeño pasó mucho tiempo observando en silencio las almenas, el puente levadizo, las figuritas, el torreón. Tanto desmantelar el castillo como seguir construyéndolo en solitario habría supuesto aceptar la muerte del padre. Un día desenganchó una pieza de la muralla, se la metió en el bolsillo y desmontó la fortificación. De eso hace ya treinta y cuatro años. Victor ha perdido dos veces la pieza, y dos veces ha conseguido otra igual. Primero con dolor, luego sin remordimientos. Cuando murió su madre, el año pasado, metió la pieza en el ataúd y la reemplazó acto seguido. Ese pequeño paralelepípedo rojo no es su padre, sino más bien el recuerdo de un recuerdo, el símbolo de la filiación y de la fidelidad.
Miesel no tiene hijos. En el terreno sentimental, va de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo. A menudo distante, no acaba de convencer a las mujeres y aún no ha encontrado a ninguna con quien compartir su vida durante un largo periodo de tiempo. O quizá es que las escoge para no conseguirlo.
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