Minúscula, 2011. 146 páginas.
Tit. Or. Komödie in Moll. Trad. Carles Andreu.
Un autor desconocido para mí, que ha fallecido no hace mucho, en 2011 (aunque con 102 años: Hans Keilson). Empezó a escribir ficción con 90 años, lo que demuestra que nunca es tarde.
Marie y Win viven en Holanda durante la segunda guerra mundial. Se les presenta la oportunidad de ocultar a Nico, un judío huído de Alemania. Pero una enfermedad acaba con su vida y se les presenta el problema de tener que deshacerse del cadáver.
Una obra breve, intimista, sin más alcance que reflejar la inusitada situación de la pareja, que viven la ocultación lejos de heroísmos. Grata lectura que no deja excesiva huella y cuya principal virtud es el cambio de tono en un tema de tintes sombríos.
En general ha gustado más que a mí: Mis críticas: Una comedia en tono menor, Una comedia en tono menor – Hans Keilson y Una comedia en tono menor.
Calificación: Bueno.
Extracto:
Wim y Marie no eran de naturaleza miedosa. Cuando tomaron la decisión de ocultar a alguien en su casa, eran bastante conscientes del riesgo que estaban asumiendo; o, por lo menos, lo eran hasta cierto punto, en la medida en que es posible evaluar los riesgos a priori, pues estos pertenecen a la categoría de las «sorpresas» y, como tales, no se pueden prever de antemano.
¿Y si un día, sin más ni más, se le ocurría abrir la ventana y asomar la cabeza al exterior? ¿O dar la luz en plena noche, después de haber descorrido él mismo las cortinas? No necesariamente para hacer una diablura o jugarles una mala pasada, sino… En todo caso, con una persona en su situación nunca era posible saber si cometería una estupidez en el momento menos esperado. Al fin y al cabo, no es ninguna tontería pasar doce meses o a veces incluso más encerrado voluntariamente en una habitación, consciente en todo momento del peligro que corres, a solas, sentado o yendo de un lugar a otro del cuarto.
Naturalmente, llevaba siempre zapatillas de fieltro, pues por nada del mundo ni la mujer de la limpieza, que pasaba medio día en la casa dos veces por semana, ni tampoco los vecinos debían enterarse de que había alguien escondido de forma permanente en el primer piso. Aunque, por otro lado, «gracias a Dios» se trataba de personas en quienes se podía confiar; en aquella calle solo vivían «buenas personas». De hecho, ¿quién sabía si en sus casas no esconderían también a alguien que debía llevar siempre zapatillas de fieltro y que era mejor que no asomara la nariz por la puerta en
todo el día? En fin, era preferible no hablar de esos temas. Se producían tantas delaciones…
—Pero no puede enterarse nadie, ¿me oyes? Es una condición ineludible —había dicho Marie en su día.
—Por supuesto —había contestado Wim con voz sosegada—, no va a saberlo nadie, eso no hace falta ni decirlo. Pero tienes que pensártelo bien, implica muchos…
—Ya me lo he pensado —respondió Marie; Wim ya debería saber que ella nunca hacía nada sin antes pensarlo—. Nadie, ni siquiera Coba.
—Ni siquiera Coba, de acuerdo —corroboró Wim.
Coba era su hermana. Vivía cerca de su casa, en un barrio a la afueras, a media hora en tranvía. La relación entre las dos mujeres era magnífica. Coba los visitaba tan a menudo que, a la larga, iba a ser imposible ocultárselo. Además, ¿por qué tenían que mantener el secreto ante Coba? Pero Wim había respondido «de acuerdo». El tiempo diría. Al fin y al cabo, todas las situaciones tienen cierto margen de
desarrollo.
—¿Y Erik? —preguntó Marie.
—¿Erik? —preguntó Wim, atónito—. ¿Erik? —repitió. No había duda, Marie tenía miedo; por eso le venían a la cabeza los nombres más descabellados—. ¿Cómo se te ha ocurrido pensar en él? Desde que nos casamos no ha… No, espera… —dijo, pensativo—. Sí, creo que una vez estuvo aquí, pero no creo que tengamos que preocuparnos por él… En cambio, ¿qué vamos a hacer si viene tu madre?
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