Guillermo Arriaga. Un dulce olor a muerte.

octubre 16, 2019

Guillermo Arriaga, Un dulce olor a muerte
Edigrabel, 2007. 170 páginas.

El libro arranca con el asesinato de una joven y la incorrecta suposición de que es la novia de un muchacho del pueblo. La policía busca a quien cargarle el muerto y Ramón, el muchacho, cree que es su deber vengar la muerte de la chica.

El libro se va desenvolviendo como una típica novela de detectives en la que hay que averiguar quién es el asesino. Pero ese no es el núcleo del relato, que nos habla de corrupción policial, nos pinta un retrato de un pueblo perdido, los secretos que esconde y el peso de la opinión.

Finalmente, aunque no se explicita en el texto, el lector averigua quien es el asesino. Pero no tiene la mayor importancia, porque el drama es otro, y no se soluciona, como nada se soluciona en una realidad sucia e incoherente que no está sujeta a las leyes de la narrativa.

Muy bueno.

Guiado por los otros niños llegó un tropel de curiosos. Aparecieron por la vereda armando escándalo hasta casi tropezarse con el cadáver. El espectáculo de la muerte los hizo callar en seco. En silencio circundaron el lugar. Algunos escudriñaron furtivamente a la muerta. Ramón se percató de que el cuerpo aún mostraba su desnudez. Con las manos cortó cañas de sorgo y tapó las partes descubiertas. Los demás lo observaron extrañados, como intrusos irrumpiendo en un rito privado.
Un hombre gordo y canoso se abrió paso. Era Justino Té-llez, delegado ejidal de Loma Grande. Se detuvo un instante sin atreverse a traspasar el círculo que rodeaba a Ramón y a la muerta. Le hubiera gustado quedarse al margen, como

uno más de la muchedumbre. Sin embargo, él era la autoridad y como tal tuvo que intervenir. Escupió en el suelo, se adelantó tres zancadas y cruzó unas palabras con Ramón que nadie escuchó. Se arrodilló junto al cuerpo y levantó la camisa para mirarle el rostro.
El delegado examinó el cadáver durante largo rato. Al terminar lo cubrió de nuevo y se incorporó con dificultad. Chasqueó la lengua, sacó un paliacate del bolsillo de su pantalón y se limpió el sudor que resbalaba por su cara.
—Traigan una carreta —ordenó—, hay que llevarla al pueblo.
Nadie se movió. Al no ver cumplida su orden Justino Té-Uez escrutó los diversos rostros que lo observaban y se detuvo en el de Pascual Ortega, un muchacho flaco, desgarbado y patizambo.
—Ándale, Pascual, vete por la carreta de tu abuelo.
Como si lo hubieran despertado súbitamente, Pascual miró primero el cadáver y luego al delegado, giró su cabeza y salió corriendo rumbo a Loma Grande.
Justino y Ramón quedaron frente a frente sin decirse nada. Entre susurros algunos curiosos preguntaron:
—¿Quién es la muerta?
Nadie sabía en realidad quién era, no obstante una voz anónima sentenció:
—La novia de Ramón Castaños.
Un zumbido de murmullos se alzó unos segundos; al cesar se impuso un denso silencio, sólo roto por el esporádico chirriar de las chicharras. El sol empezó a hornear el aire. Un vaho caliente y húmedo se desprendió de la tierra. No sopló ni una brisa, nada que refrescara aquella carne inerte.
—Tiene poco de haber sido acuchillada —aseguró Justino en voz baja—: todavía no se pone tiesa ni se la han comido las hormigas.
Ramón lo miró desconcertado. Téllez prosiguió en voz aún más baja:
—No hace ni dos horas que la mataron.

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