Lengua de trapo, 2013. 188 páginas.
Al principio la historia me resultó cargante: quejas de un pobre escritor incomprendido pero en realidad un egoísta pendiente de su ombligo. Pero al final mejora, y como son pocas páginas pues tampoco sufres demasiado.
Se deja leer.
C. se hizo esperar porque era una mujer con ciertas ideas clásicas y la cabeza bien amueblada y sabía que en una ocasión como aquella me tocaba a mí soportar la tensión y a ella le tocaba sazonar el evento de cierta inseguridad rabiosa. ¿Vendrá? ¿No vendrá? ¿Será todo una confabulación, una venganza? Sus primeras palabras al aparecer fueron suficientes para saber que su preocupación por mí continuaba intacta. Me preguntó si acaso era imbécil y me dijo que por favor me quitara aquel gorro absurdo y aquellas manoplas ridiculas porque si no, no estaba dispuesta a tener una conversación seria sobre nada.
—Leonardo, por favor, ¿por qué tienes que hacer siempre de todo un chiste? Quítate eso o no pienso llevarte a ninguna parte, lo digo en serio.
Yo la obedecí porque sabía que en su milagrosa presencia —¡tan bella era a sus treinta y tres años!— las miradas de los demás la socavaban como si acaso quisieran construir y cimentar en ella algo perfecto en lo que vivir, dejándome a mí tan tranquilo como una choza lo está a la vera de un palacio.
También porque pensé que, estando mis cuentas como estaban, ella tendría que pagar la cena.
C. había elegido para la cena uno de esos lugares sosegados de luces indirectas en los que la mente y la conversación pudieran reposar. Un local de moda cuya terraza de madera se asomaba al céntrico rompiente de Segovia desde la esquina sur de Isla Centro: uno de esos lugares
que encantan a las mujeres y en los que un hombre no sabe siquiera cómo se debe sentar. Para que mi victoria —que yo ya había tomado como cierta— se diera en semejante campo de batalla, hube de aceptar algunas resoluciones de última hora. Mis ejércitos se alineaban con desconcierto sobre la mesa y vagaban diezmados entre las croquetas y el jamón.
En primer lugar, C. necesitaba saber contra qué fantasma de mi pasado se medía, quién era aquella mujer de mi secreta correspondencia electrónica y por qué con ella yo parecía ser otra persona. Sus preguntas, por otro lado de lo más indiscretas y en algún caso incluso insultantes, no tenían una maldad real y solo se efectuaban en busca de esclarecer unos hechos que la perturbaban profundamente.
Quería el alimento de la verdad como el alimento desean las truchas que van directas al anzuelo.
C. pensaba —dulce animal de compañía— que si conseguía posicionar a aquella mujer dentro del marco de nuestra relación podría posicionarse a sí misma dentro de mi marco emocional.
—No quiero escuchar una sola de tus mentiras.
Pero lo que C. ignoraba era que yo no recordaba nada de todo aquello y, como el médico se había negado a firmarme un documento que acreditara mi pérdida de memoria, y C. me hubiera de seguro abandonado allí mismo si llego a decirle que no recordaba nada, no me quedó otra estrategia que no fuera la de inventármelo todo. El universo se decora a mi alrededor de barrocas contradicciones.
—¿Me escuchas? No quiero que me respondas con esos retruécanos tuyos de autor de pacotilla.
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