Anagrama, 2017. 164 páginas.
Tit. Or. Mothering sunday. Trad. Jesús Zulaika.
El el domingo de las madres (más o menos el día de la madre) las criadas de las casas pudientes tienen el día libre para visitar a la familia. Pero la protagonista de esta historia, huérfana, lo aprovecha para tener la que imagina será la última aventura con el señorito de otra casa, que está a punto de casarse.
La prosa de Swift es buena, pero la primera parte del libro, reflexiones de la protagonista acerca de lo divino y de lo humano se me hicieron eternas. La segunda parte, en la que pasan más cosas e incluso se produce un salto en el tiempo y una retrospectiva, me ha salvado la obra.
Se deja leer.
Salió con paso suave del dormitorio y entró en el cuarto de baño. Aún con el sello por único indumento. No estuvo mucho tiempo. Sólo tenía que enjabonarse y aclararse, que hacer lo que los hombres hicieran. Es decir, quitarse de encima todo rastro reciente de ella. Ella pensaría en eso más tarde.
Le pareció que el cuarto la acorralaba durante su breve ausencia; acaso para reivindicarla como parte del mobiliario. No se movió. Siguió allí tendida como un objeto inanimado, aunque la carne le hormigueara. El no le había indicado que tuviera que moverse, que, ahora que él se había levantado, lo propio era que ella lo imitara. Antes al contrario. No fue ninguna sorpresa para él, cuando volvió, que ella siguiera tenazmente tendida en la cama. Era, al parecer, lo que esperaba, lo que quería que hiciera.
Ahora emanaba de él un perfume que a ella podía haberle encantado si no hubiera borrado el aroma más dulce de su sudor. También pensaría sobre eso
más tarde, sobre el hecho de que se hubiera puesto colonia. Pero seguía desnudo y sin prisa aparente. Se había traído del vestidor una camisa blanca limpia, un chaleco gris claro y una corbata. Pero al parecer el resto de su atuendo iba a consistir en lo que había tirado encima del sillón un rato antes. Podría haberse vestido completamente en el vestidor, pero quizá tenía por costumbre hacerlo así, vestirse a la luz de la ventana, junto al tocador y sus espejos en ángulo. Quizá el vestidor era un mero guardarropa.
Pero parecía no tener el menor deseo de separarse de ella, por mucho que estuviera a punto de irse. Era, en cierto modo, todo para ella: que viera cómo se vestía, que viera cómo desaparecía poco a poco su desnudez. O simplemente que viera que no le importaba. La seguridad en sí mismo, el distanciamiento, la inexplicable falta de prisa. ¿Tenía que marcharse ella también? Pero él no dijo nada, y ella siguió, como si ahora sí se lo hubiera ordenado, donde estaba, mientras él la recorría con la mirada sin dejar de seguir vistiéndose.
Debió de notar la mancha. Pero formaba parte de su fino desdén no reparar en ella. Como no repararía en la ropa que hubiera dejado amontonada en el suelo; volvería a él lavada y planchada y colgada en el vestidor. Eran cosas de las que debían ocuparse con discreción gente que se ocupaba de eso
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