Editorial Planeta 1997. 236 páginas.
Creía tener devorado todo de mi admirado Torrente Ballester pero no; encontré por dos euros este libro que no recordaba haber leído y así era. Mirando en la wikipedia veo que hay otros que irán cayendo cuando las bibliotecas sean propicias.
Un joven que aún no tiene 20 años se inicia como escritor y periodista. Le han ofrecido un puesto mal pagado en Asturias y no acaba de decidirse, pero una conversación con su padre le anima a ello. De ahí viajará a Madrid, de vuelta a la casa materna y otra vez a Madrid, colaborando con mayor o menor fortuna en diarios de no mucho postín. En el camino, el retrato de una serie de personajes y de amores que se cruzan en su camino.
Algo tiene que haber de autobiográfico porque los pasos iniciales del aspirante a periodista coinciden con los del propio autor, pero no del todo, claro. No coincido con la contraportada que afirma que es uno de los más indiscutibles logros de su larga y brillantísima carrera, pero nunca hay que tomarse en serio estas cosas. No me ha parecido uno de sus mejores libros pero el oficio está, la historia tiene interés -me atrapó como lo hace un superventas- y es divertido imaginar que puede haber de cierto en las historias que cuenta.
Gonzalo Torrente Ballester no necesita recomendaciones, además de ser un escritor al que le tengo mucho cariño. Pero si no han leído nada de él, hay otros libros mejores por donde empezar.
Extracto:[-]
Conocí el Ateneo. Era un lugar agradable donde la gente leía y ponía los pies donde podía. No tuve tanta suerte con Fulano (Claudel) y Zutano (Cocteau): éste no figuraba en el catálogo; aquél sí, pero sólo con una pieza, L’Otage, que no me servía para nada porque era una pieza teatral. De todas maneras, apunté el número, por si acaso, y me puse a curiosear. Eché un vistazo a los periódicos del día. Me detuve más, como era lógico, en aquel donde yo iba a trabajar. Miré también los de Madrid, que acababan de llegar: traían lo de siempre, que si patatín, que si patatán, y un discurso completo de un diputado, o como se llamasen entonces, que no lo recuerdo. El discurso era una hermosa pieza retórica: no decía nada, pero usaba, eso sí, las más bellas palabras. Daba gusto leerlo, aun a sabiendas de su vacuidad. El discurso lo repetían los tres diarios de la mañana; es de suponer que también vendría en los de la tarde.
Domínguez me esperaba paseando. Di pronto con él. Le dije de dónde venía y que no había encontrado nada que me sirviese de Fulano y de Zutano. Entonces, él se echó a reír y me dijo:
—No tenía usted que haber hecho caso a lo que le dijeron aquellos de anoche: son de lo más distinguido de esta intelectualidad, pero le puedo asegurar que ninguno de ellos ha leído los autores que han citado, Fulano y Zutano principalmente. Quizá haya sido a mí a quien oyeron esos nombres, quizá haya sido a otro, pero le puedo asegurar que no los han leído por la sencilla razón de que ninguno de los cuatro lee el francés. Usted lo lee, ¿verdad?
—Y lo hablo —le respondí.
—Pues no lo diga usted a nadie. Que no lo sepa nadie, sobre todo en el periódico donde va usted a trabajar: le cargarían con todas las tareas de traducción, y si viene por aquí cualquier franchute tendrá usted que acompañarlo, emborracharse con él e ir de putas, cosa que no le recomiendo, lo de emborracharse, porque aquí es difícil beber el vino tinto que se bebe en otras partes. Aquí todo el mundo va a la sidra, que es lo más rico y lo más barato, pero la borrachera de sidra no es buena. En cuanto a lo otro, además de feas, están enfermas, y si quiere usted agarrarse una mierda para toda la vida, no tiene usted más que ir con una de ellas. Hágame caso. Aquí no viene más que lo que sobra en Santander y en Gijón, dos puertos de mar que saben lo que hacen: echan para aquí lo que les sobra, lo que no les sirve, y aquí el género nos lo dejan peor los mineros, que tienen más dinero que nosotros. Hágame caso y, por todo lo que le dije, calle lo del francés, pero no deje usted de cultivarlo, de leer lo que pueda, sobre todo si son novelas o poemas. Esos de ayer, que a usted le recomendaron a Fulano y a Zutano, son discípulos de Valéry, pero de segunda o de tercera mano a través de sus imitadores españoles. Escúchelos, pero no les haga caso.
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