Dos bigotes, 2022. 110 páginas.
En una especie de Madrid post apocalíptico, donde la gente va a caballo aunque empiezan a verse coches, y hay un grupo de mujeres que viven al margen de la sociedad, asistimos a la historia de amor de la protagonista, una poeta que se está ganando un nuevo nombre.
Mezcla de poemas, relatos y situaciones no es un libro, sino una extensa carta de amor camuflada de ficción. Me ha gustado la mezcla de estilos y esa ambientación a mitad de camino entre el western y los slams de poesía, aunque me hubiera gustado un poquito más de narración.
Me quejaba el otro día de que el género de la ciencia ficción está invadido por el best seller pero por suerte está invadiendo la corriente principal y cada vez es más frecuente encontrarlo en obras que, sin ser del género, hacen un buen tratamiento del mismo.
Muy bueno.
Esto es lo que imagino. No sentía grandes deseos de nacer. El mundo se hacía añicos, se estaba mejor dentro de esa mujer que no recuerdo, pues no tendría yo ni dos meses cuando le sorprendió una bomba en la cola del pan. A mí me encontraron en los escombros, decía el documento con un pequeño relato de mi existencia que le dieron a Padre al final de la guerra, cuando nos adoptó. Nadie sabía mi nombre. Esto es lo que imagino. Que era un nombre de escritora, como Gloria, Joan, Siri, Maya o Sanmao. Y que a pesar de no tener interés alguno en nacer, tiraba de mí la Poesía, el anhelo de convertirme en persona para poder hacer Poesía. Esto es lo que sé. Tenía planes. Quería meter los pies en el agua siempre que viera agua, empezar a formar parte de la historia del mundo, de la historia de mi familia y de la mía propia. Venerar los Misterios, no querer desvelarlos, no romper los encantamientos. Las orugas me picaron, me dejaron todo el brazo rojo, me gustaba que me hicieran cosquillas, solo cuando alguien me reprendió y me dijo que me iban a picar me picaron. Esto es lo que sé. Prefería mi mundo, me abrumaba estar en la cama y escuchar algún edificio que terminaba de colapsar y el suspiro de Padre desde su habitación. Pero nací, nací y la luna brillaba igual para mí que para los emperadores, las presidentas, las hormigas y los coyotes.
Mamá decía: ¡que venga toda la constelación! Nos colocábamos en fila en la puerta del baño del piso de arriba para que Padre no se enterase (ya había tenido suficientes asquerosidades en la guerra) y, cabeza por cabeza, nos llenaba la melena de vinagre y nos quitaba los piojos con los dedos, alzando su pellizco delante de nuestros ojos. ¿Has visto este que grande? ¡Ya te tengo, traidor! Nos reíamos y nos quejábamos de la repugnancia, todo a la vez y sin que Padre se enterase, como si las cosas que hacíamos con mamá fueran misiones secretas, yo es como estoy acostumbrada a vivir, explicaba ella, hago una cosa y aparento que estoy haciendo otra, por eso era la que mejor contrabandeaba en la guerra. Si llamaban del colegio para que recogiera a alguna de sus criaturas porque había vomitado o se había hecho algo encima, decía voy, y aparecía con una carretilla sobre la cual había un barreño lleno de agua, una esponja y una muda de ropa. Ahí mismo, en la puerta del colegio, nos lavaba y vestía y nos mandaba otra vez para clase. Amaba la soledad y era feliz las raras veces que coincidía que no había nadie en casa. Alguna vez llegué antes de lo que ella esperaba que volviéramos y miré por la ventana para saber qué hacía. A las hijas nos gusta mucho mirar a nuestras madres cuando ellas no saben que las están mirando. Da emoción y angustia al mismo tiempo percatarse de que hay una parte desconocida de ellas, una parte que ya era así antes de ser madres.
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