Orwell narra su experiencia cuando combatió en las Brigadas Internacionales en Cataluña. El libro tiene dos partes, en la primera nos cuenta su experiencia de guerra que fue en general bastante aburrida -como por lo visto son todas las guerras, largos periodos de aburrimiento seguidos de breves episodios de horror y destrucción. Es interesante el retrato amable que hace de unos milicianos movidos más por la ilusión que por la capacidad para el combate.
La segunda trata de las famosas jornadas de mayo del 37 donde se enfrentaron las izquierdas, el POUM fue acusado de contrarrevolucionario y la vida del propio Orwell corrió peligro. De ese momento nació su desconfianza ante la Unión Soviética que culminaría en las novelas Rebelión en la granja y 1984.
No siempre se tiene a un escritor de primera como protagonista de un suceso histórico. Este libro no solo tiene el pulso narrativo de Orwell, también nos cuenta con conocimiento de causa unos sucesos que, por desgracia, se siguen produciendo.
Muy bueno.
En torno al mediodía del 3 de mayo, un amigo que cruzaba el vestíbulo del hotel anunció como de pasada: «He oído que ha habido jaleo en la Central Telefónica». Por algún motivo, no le presté mayor atención en ese momento.
Por la tarde, entre las tres y las cuatro, me encontraba a media altura de las Ramblas cuando oí a mis espaldas varios tiros. Me di la vuelta y vi a algunos jóvenes que, con fusiles en la mano y los pañuelos rojinegros de los anarquistas al cuello, desaparecían por una bocacalle en dirección norte. Evidentemente, disparaban contra alguien situado en una elevada torre octogonal —una iglesia, según creo— que se alzaba sobre esa calle. De inmediato pensé: «¡Ya ha comenzado!». Pero lo pensé sin mayor sentimiento de sorpresa, pues desde hacia varios días todos esperábamos que «aquello» comenzara en cualquier momento.
Quise regresar al hotel enseguida para saber cómo estaba mi esposa, pero el grupo de anarquistas, a la entrada de la bocacalle, hacía retroceder a la gente, gritando para que nadie cruzara la línea de fuego. Se oyeron más disparos. Las balas procedentes de la torre atravesaron la calle, y una multitud aterrorizada se abalanzó Ramblas abajo, alejándose del fuego; a lo largo de la calle podía oírse el tableteo de las persianas metálicas que bajaban los tenderos para proteger sus escaparates. Vi dos oficiales del Ejército Popular retirándose prudentemente de árbol en árbol con las manos en las pistolas. Delante de mí, la gente se precipitaba por las escaleras de la estación de metro que hay en medio de las Ramblas en busca de protección. Opté por no seguirlos, pues no quería quedarme atrapado bajo tierra durante horas.
En ese momento, un médico norteamericano que había estado con nosotros en el frente se acercó corriendo y me tomó del brazo. Estaba muy excitado.
—Vamos, debemos llegar hasta el hotel Falcón. (El hotel Falcón era una especie de casa de huéspedes regida por el POUM y utilizada principalmente por los milicianos de permiso.) Los muchachos del POUM se reunirán allí. Ya comenzaron los líos. Debemos permanecer unidos.
—Pero ¿qué demonios está pasando? —pregunté yo.
El médico me tiraba del brazo y la nerviosidad le impedía darme una explicación clara. Según parecía, había estado en la Plaza de Cataluña cuando varios camiones llenos de guardias civiles[14] armados se detuvieron frente a la Central Telefónica, en manos de trabajadores de la CNT, y lanzaron un súbito ataque contra ella. Luego llegaron algunos anarquistas y se originó una refriega general. Deduje que los «líos» de las primeras horas del día se habían producido porque el gobierno exigía la entrega de la Telefónica, exigencia que, desde luego, fue rechazada.
Mientras nos dirigíamos calle abajo, un camión repleto de anarquistas armados pasó a toda velocidad en dirección opuesta. En la parte delantera se veía a un jovencito desarrapado, echado sobre una pila de colchones tras una ametralladora ligera. Cuando llegamos al hotel Falcón, al final de las Ramblas, una multitud en ebullición ocupaba el vestíbulo de la entrada. Reinaba gran confusión, nadie parecía saber qué se esperaba de ellos y sólo estaba armado el puñado de tropas de choque que normalmente cuidaba el edificio. Crucé hasta el Comité Local del POUM, situado casi enfrente. Arriba, en la habitación donde los milicianos habitualmente recibían su paga, había otro grupo numeroso presa de la agitación. Un hombre alto, pálido, buen mozo, de unos treinta años, vestido de civil, trataba de restablecer el orden mientras repartía cinturones y cajas de cartuchos apiladas en un rincón. No parecía haber ningún fusil. El médico había desaparecido —creo que ya se habían producido bajas y se había llamado a los médicos—, pero había llegado otro inglés. Luego, de una oficina interna, el hombre alto y algunos otros salieron con los brazos llenos de fusiles y comenzaron a distribuirlos. El otro inglés y yo, en tanto que extranjeros, resultábamos algo sospechosos y, al principio, nadie quería darnos un arma. Entonces llegó un miliciano, compañero en el frente, que me reconoció, después de lo cual nos entregaron, aunque de mala gana, dos fusiles y algunos cargadores.
Continuaban los disparos en la distancia y las calles estaban desiertas. Se afirmaba que era imposible subir por las Ramblas. Los guardias civiles habían ocupado edificios en posiciones dominantes y disparaban contra todos los que pasaban. Yo me hubiera arriesgado a regresar al hotel, pero circulaba el vago rumor de que el Comité Local sería atacado en cualquier momento y convenía quedarse por allí. En todo el edificio, en las escaleras y hasta en la acera, en la calle, pequeños grupos de gente aguardaban de pie hablando con excitación. Nadie parecía tener una idea muy clara de lo que ocurría. Sólo pude deducir que los guardias civiles habían atacado la Central Telefónica, capturado varios puntos estratégicos y que dominaban otros edificios pertenecientes a los obreros. Dominaba la impresión general de que la Guardia Civil andaba «detrás» de la CNT y de la clase trabajadora en general. Era evidente que, hasta ese momento, nadie parecía responsabilizar al gobierno. Las clases más pobres de Barcelona consideraban a la Guardia Civil como algo bastante similar a los Black and Tans[15], y todos parecían dar por sentado que había lanzado ese ataque por iniciativa propia. Una vez que me enteré de cómo estaban las cosas, me sentí más tranquilo. La situación era bastante clara: de un lado la CNT, del otro, la policía. No experimento ninguna simpatía particular por el «obrero» idealizado, tal como está presente en la mente del comunista burgués, pero cuando veo a un obrero de carne y hueso en conflicto con su enemigo natural, el policía, no tengo necesidad de preguntarme de qué lado estoy.
Pasó mucho tiempo y nada parecía suceder en nuestro lado de la ciudad. No se me ocurrió que podía telefonear al hotel y conversar con mi esposa, pues di por sentado que la Telefónica había suspendido sus actividades. En realidad, sólo estuvo paralizada algunas horas. En los dos edificios parecía haber unas trescientas personas, en su mayoría de la clase más humilde y procedentes de las callejuelas cercanas a los muelles; había muchas mujeres, algunas con un niño en brazos, y una multitud de muchachitos andrajosos. Me imagino que la mayoría no tenía ni idea de lo que ocurría y se había precipitado a los edificios del POUM simplemente en busca de protección. También había algunos milicianos de permiso y un grupito de extranjeros. Según mis cálculos, entre todos apenas reuníamos unos sesenta fusiles. La oficina del primer piso era constantemente asediada por hombres que exigían armas y sólo recibían una negativa. Los milicianos más jóvenes, para quienes el asunto parecía una especie de pic-nic, daban vueltas y trataban de sonsacar o hurtar los fusiles a quienes los poseían. Muy pronto uno de ellos se las ingenió para apoderarse del mío y desaparecer con él. Una vez más estaba desarmado; sólo conservaba mi pequeña pistola automática y un solo cargador.
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