La protagonista tiene que volver a la casa materna después de un fallido intento de independizarse, con la sensación de fracaso que siempre acompaña, con una madre tóxica con la que tiene una relación llena de altibajos.
Me ha encantado cómo está escrito este libro, con capítulos brevísimos pero intensos, que nos van dibujando el ambiente de esa familia desestructurada que pese a todo, sigue adelante.
Muy bueno.
41
Mientras mi hermano menor vende limonada, Joaquín, el niño de la vereda de enfrente, sigue practicando ponerse plantas en la boca. Le pregunté y me explicó. Los pétalos rojos sirven para calmarse, los amarillos para hablar con insectos y los blancos para entender, sea lo que sea que eso signifique. Se sienta en el suelo y, después de chupar uno amarillo, habla con las hormigas, en silencio, con una parte del cuerpo que no sé cuál es. Desde la vereda de enfrente Roña mira a mi hermano Marcos, luego mira a Joaquín y se lamenta. Cuánto le gustaría tener un hijo normal.
42
El sonido de una avispa entra al cuerpo antes que el aguijón. La avispa puede estar lejos, pero el batir de sus alas amenaza y penetra el oído sin necesidad de cercanía.
Las alas de las avispas son un susurro a gritos. Una amenaza que parece broma por su tamaño. Hay dos clases de personas: las que temen lo gigante y las que temen lo microscópico. Soy de las segundas. Me parece más peligroso un átomo que un universo.
Cuando mis tíos eran niños, mi abuela los llevó a una bruja de barrio. «Devolveles el oído». La curandera indicó rociar talco en la piel, envolver las piernas
de los niños en nailon, quebrar las alas de tres avispas —un par de alas para cada niño—, pegarlas en el lóbulo de la oreja a la hora de dormir y cantarles cada mañana, antes de que apoyaran los pies fuera de la cama. Debían hacerlo durante dieciséis días. En el decimosexto despertar, los niños reaccionaron. Cuando su madre cantó, ellos abrieron enormes los ojos y gritaron, horrorizados. Y después rieron. Y rieron más y más. Durante la noche se arrancaban los envoltorios. Preferían quedarse sordos, ser como eran.
43
Una vez maltraté a una niña, la Moni. La invité a mi casa y cuando se durmió robé sus caravanas y le corté el pelo. Me gustaba ella; el amor en mi casa era así, daño. Sus padres se quejaron y la directora de la escuela me puso la tarea de colaborar con la limpieza del patio después de cada recreo, hasta que el pelo de la niña creciera. Moni me odiaba. Tiraba comida al piso, la escupía, luego yo tenía que limpiar. Me pusieron un brazalete de tela que indicaba que era una niña con permiso de estar en el patio cuando terminaba el recreo. Tenía el escudo del colegio en amarillo; fue lo más cerca que estuve de tener una estrella de David en la ropa. Además de limpiar, la directora me obligó a inventar una tarea que le hiciera «bien a toda la clase». Mi proyecto fue entrar en el libro Guinness.

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