Gabriela Cabezón Cámara. Las niñas del naranjel.

noviembre 7, 2025

Gabriela Cabezón Cámara, Las niñas del naranjel
Penguin Random House 2023, 2025. 254 páginas.

Por una promesa a la virgen Antonio ha huído a la selva con dos niñas famélicas que ha rescatado de su campamento. Ahí escribirá una carta a su tía en la que irá desgranando la serie de infortunios que ha sido su vida, mientras su antiguo capitán está montando una expedición para ir en su busca.

Inspirada lejanamente en la vida de Catalina de Erauso, la monja alférez, que tuvo una vida que no se puede creer, la autora va alternando el foco y el registro de la escritura armando una historia en la que se mezcla una selva asfixiante, las tropelías de la protagonista, el enfrentamiento entre los colonizadores y los pueblos originarios, con espacio para la fantasía y, sobre todo, la posibilidad de redención.

Una confirmación del buen hacer narrativo de una autora a la que le gusta romper moldes.

Bueno.

Se interrumpe. Susurros. Se le eriza toda la piel, como si la tuviera peluda. No llega ni a pensarlo. Ya está parado con la espada en la mano. El cuerpo tomado por un rayo. Todo el aire adentro. ¡Las niñas! Mira hacia arriba. Siguen ahí. Mitakuña mueve el índice señalando hacia abajo. Las dos cabecitas se asoman. Deja salir el aire que había juntado como si hubiera estado a punto de hundirse en el río y cae, también, la espada. Trepa. Los monitos se suben por sí mismos a sus hombros. Las niñas no. Baja. Pone la capa cerca del fuego. Acomoda a todas las criaturas. Les pide que se queden quietas. Mitakuña dice que sí. Y sigue hablando. No sabe Antonio diciendo qué cosas. Ni a quién. Por ahí es un canto. Es. Una nana parece. ¿Mba’érepa? ¿Mba’érepa? Michi se suma. Es un tamborcito. Un ritmo. Antonio les avisa que va a buscar agua y frutos. Debería atarlas. Si se escaparan, se las podría comer hasta un cachorro de yacaré sin dientes. La lumbre profundiza sus oquedades. Marca el volumen de sus huesitos, el surco bajo los ojos, la piel cenicienta. No se van a ir a ningún lado. Los monos saltan, están un poco más fuertes. A un árbol que parece un arbusto, bajo y achaparrado, y grazna como si tuviera cien gargantas. Lleno de tucanes comiendo. El macaco más grande le tira un fruto a los pies. Lo prueba. Acido y dulce. Casi como una buena naranja. Cosecha y no le importa que lo caguen hasta la cabeza. No huele mal, tiene un brillo metálico, negro azulado, la mierda de tucán. Ya habrá tiempo de salones. Ahora, la comida. La mastica un poco para dársela a Michi. ¿La yegua querrá amamantarlas? Mitakuña comenta que los frutos se llaman ubajay y que no le gustan. Igual se los come, con las comisuras de los labios arqueadas hacia el cuello. Enseguida las siente respirar rítmicamente. Todo está en calma. Se come unos frutos él mismo. La Roja se acurruca entre sus piernas. Y él agarra la pluma.

Del almirante me contabas, tía, de cómo Cristóbal Colón había salido de Sanlúcar, de las carabelas como cáscaras de nuez, de cómo queriendo ir para un lugar terminó en otro y fundó un mundo, de los indios que navegaban en almadías hechas del pie de un árbol, labrado muy a maravilla, decías. En tu celda hablábasme de este otro mundo y la llenabas de caballeros, de barcos, de indios, de tierras extrañas, aunque todas las tierras me eran extrañas salvo las del convento, como a vos misma, mi querida. Era tu niña y vos te dejabas ir y me llevabas a tus ensueños americanos, con tan tas almas para con vertir a la fe verdadera no lo sabía yo pero me iba creciendo la sed de mundo, de irme de allá, de conocer a esas gentes inocentes que lleváronle al almirante ovillos de algodón hilado y papagayos. Ah, los papagayos, qué belleza, verlos debieras y entenderías que acá los colores viven, son de carne y pluma, azules vibran y chillan rojos, amarillos, verdes. Y lleváronle también azagayas a Colón que les daba a cambio cuentecillas de vidrio y cascabeles mientras estaba atento al oro y vio que algunos de ellos traían un pedacitocolgado en un agujero que tenían en la nariz y por señas pudo entender que yendo al sur había un rey que tenía grandes vasos de ello. Zarpó en pos del oro, y decía el portugués, el judío, el italiano nuestro almirante de la armada imperial española que esa isla era bien grande

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