Asociación de academias de la lengua española, 2007. 612 páginas.
Me lo releí para quitarme el mal sabor de boca de El amor en los tiempos del cólera. Mi opinión de este libro ha ido variando a lo largo del tiempo, pero aunque lo considere inferior a otros -como Rayuela- creo que merece su condición de clásico. La edición de las reales academias de la lengua está justificada y además se agradece. Un clásico bien arropado gana mucho.
El argumento lo pueden encontrar en la wikipedia: Cien años de soledad, con todo lujo de detalles. Es la historia de la estirpe de los Buendía, desde que fundan el ya mítico Macondo hasta que llegan a su ocaso. Por el camino amor, pasión, guerras, sucesos maravillosos, historia viva… Imposible resumir una novela total.
Así la califica -con acierto- Mario Vargas Llosa en el estudio que aparece en el prólogo. Supongo que lo escribió antes de que se enfadaran. A través de las aventuras de los Buendía García Márquez abarca toda la historia de latinoamérica. La inclusión de lo real maravilloso no es casual; si Kafka hubiera vivido en México hubiera sido un escritor costumbrista. La eficacia de la mezcla está fuera de toda duda. Su accesibilidad ilimitada le franqueó las puertas del gran público sin perder el visto bueno de la crítica. El premio Nobel terminó de bendecirlo.
Los artículos que acompañan al texto son los siguientes:
Lo que sé de Gabriel, Álvaro Mutis.
Para darle nombre a América, Carlos Fuentes.
Cien años de soledad. Realidad total, novela total, Mario Vargas Llosa.
Gabriel garcía Márquez, en busca de la verdad poética, Víctor García de la Concha.
Algunas literariedades de Cien años de soledad, Claudio Guillén.
Cien años de soledad en la novela hispanoemaericana, Pedro Luis Barcia.
El patio de atrás, Juan Gustavo Cobo Borda.
Cien años de soledad y la narrativa de lo real-maravilloso americano, Gonzalo Celorio.
Atajos de la verdad, Sergio Ramírez.
De los cuales sólo me sobra el de Guillén. Además se han intentado corregir todos los posibles gazapos de ediciones anteriores. Todo un lujo por un precio muy económico. No se lo piensen.
Escuchando: Hearts on Fire. Gram Parsons.
Extracto:[-]
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.» Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirías. José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.» Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirías. José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó la sierra, y se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendia prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió una apretada síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera servirse del astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas, permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de establecer un método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue ésa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena. De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento.
7 comentarios
Este es un libro que he leído cinco veces, pero ya hace muchos años. Traté de leerlo de nuevo, pero el mismo lenguaje que tanto me gustó cuando tenía quince or veinte años, ahora me resulta sobrecargado, demasiado dulce. Sucede lo mismo con el paladar, ¿no? Uno, cuando niño o joven, le gusta lo dulce – el almíbar, el chocolate – no tanto en la adultez. Me asombra lo que escribistes de «Rayuela,» pero confieso que no la he leído. No sé si has leído las primeras obras de Paul Auster. En una (cuyo título no recuerdo, pero es parte de la trilogía «The City of Glass») el final es parecido al final de «Cien años de soledad..» El protagonista lee un manuscrito que relata el fin que él mismo está leyendo. En una época tal juego de autoreflexión me impresionó, pero ahora me parece demasiado artificial.
«Si Kafka hubiera vivido en México hubiera sido un escritor costumbrista», verdad para poner en bronce. La mitad de mi sangre es italiana; la otra, paraguaya: desde ese lugar «el boom latinoamericano» me parece un gran malentendido. Las historias que yo he escuchado desde niño contadas en esa mezcla de guaraní y castellano no son distintas a las de Vargas Llosa o a las de García Márquez. Son las historias que surgen naturalmente en esos lares sudamericanos, las que cuentan las viejas y asombran a los niños, las que enriquecen los hombres en las siestas largas con lo que sugiere el monte que está ahí al lado. En ese mi contexto paraguayo, «Cien años de soledad» es naturalista, acaso inevitable.
Aún hoy los sudamericanos seguimos produciendo cine, literatura y música «exótica» para el paladar del europeo. Lo curioso es que a través de la mirada aprobadora del primer mundo, tales productos de falso color local son validados aquí y se convierten en grandes obras «porque triunfó en [inserte aquí su capital europea favorita]». Los verdaderos productos regionales son, es claro, ininteligibles fuera de sus contextos. Se pone interesante cuando un tipo como Borges lee a Europa desde Argentina, no cuando Isabel Allende lee Chile desde Estados Unidos.
Yo también lo leí y releí de muy joven; pero sigo pensando (quizás por ello) que es una de las mejores novelas de la historia.
He leído las primeras obras de Auster, aunque ahora no recuerdo el fragmento que dices. Lo tengo para relectura, así que te podré decir mi opinión.
Lo que apuntas, Seikilos, tiene que ver con mi queja del otro día: lo que vende se sigue haciendo. Tienes toda la razón cuando afirmas que es mucho más interesante la mirada de Borges que la repetición de localismos. No estoy en contra del color local, pero siempre que tenga vocación universal. En ese aspecto es interesante la charla sobre Lorca de Rafael Martínez Nadal. Nadie más localista que Lorca y nadie más universal.
Veí, cuando lo leí la primera vez me pareció un libro fabuloso. Después al releerlo me pareció tramposo y de baja calidad. Ahora, tras cuatro o cinco lecturas y con perspectiva soy capaz de valorarlo en su medida, defectos incluidos. Me parece una gran novela, un clásico sin duda.
Yo lo leí a los 18 mas o menos, y quizás 10 años después. Me parece que la primera vez me gustó mucho.
Pero no recuerdo nada nada; en mi bitácora mental no es un buen signo, y ahora no me animo a hablar ni en contra ni a favor.
No recordar nada evidentemente no es buena señal, todavía más en una novela como ésta que tiene escenas para ser recordadas.
necesito que alguien vondadoso me donde un libro de gabriel garcia marquez..si se puede y no es mucho pedir que sea » cien anios de soledad»…se lo agradeceria mucho a dios que me diera ese regalito por esta proxima navidad..bueno y otros mas que luego le pido…