Fundación NewCastle, 2016. 136 páginas.
Lei una entrevista al autor en jotdown y me pareció muy interesante todo lo que decía, así que he encontré este libro que es una recopilación de artículos suyos sobre el arte y me lo metí en la saca.
Gran error. Del primer artículo creo que no he entendido ni la décima parte, del resto, por suerte, he pillado la mitad más o menos de lo que dice. Lo que he pillado me ha gustado, pero está claro que mi nivel de gañanismo no da para tanto. Dejo muestra para que juzguen ustedes mismos.
No es para mí.
El yo se ha convertido en parte maldita, la mirada del artista exterioriza la indefensión del sujeto vigilado impunemente, la catástrofe, pero también la obligación (nihilista) de continuar a pesar de todo. Lo siniestro se da cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad, en la acepción de Freud es lo «íntimo-hogareño» que ha sido reprimido y retorna con toda la incomodidad (familiar pero, simultáneamente, disimulado). Todo efecto de un impulso emocional, cualquiera que sea su naturaleza, es convertido por la represión en angustia, «lo siniestro -leemos en el texto canónico de Freud- no sería realmente nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar a la vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de su represión». Podemos tomar en consideración, para aproximarnos a la obra de algunos creadores actuales como, por ejemplo, Paul McCarthy o Cindy Sherman, no sólo lo siniestro (ligado a la experiencia del doble) sino también acercarnos a lo informe que, como Bataille señalara, es un término que sirve para desubicar, resistiéndose a esa llamada generalizada a que cada cosa tenga su forma precisa. Pero las ruinas (los objetos rotos) y los elementos kitsch que aparecen en las obras de ciertos creadores también remiten a cierta abyección, en este caso mediada de forma tan estética como crítico-política. Solo se experimenta la abyección cuando un Otro se instala en un lugar que ocupa el yo, una experiencia que bordea el síntoma somático y la sublimación, esto es, la posibilidad de nombrar lo pre-no-minal, lo pre-objetual, que en realidad sólo conforman un dominio trans-nominal o trans-objetual. Estamos
hablando, de acuerdo con las tesis de Kristeva, de una sublimación arcaica de un objeto todavía inseparable de las pulsiones. Lo abyecto sería, en este sentido, el objeto de la represión primaria, un proceso que nos confronta con nuestra arqueología personal, con los instantes más antiguos en los que nos diferenciamos de la entidad materna y conseguimos la autonomía del lenguaje. Aquí se cifra la Inestabilidad de la función simbólica, en este extraño espacio que es la precondición del narcisismo. Pero conviene tener presente que el deseo arrastra o, mejor, exilia al yo hacia otro sujeto, mientras el signo reprime la khóra y su eterno retorno. En última instancia lo abyecto es la violencia del duelo de un «objeto» desde siempre perdido, aunque también es una especie de alquimia que transforma la pulsión de muerte en un arranque de vida. Las diversas modalidades de purificación de lo abyecto, es decir, la historia de la catarsis, termina más allá de la religión en la experiencia artística (emparentada con la perversión), conservando una cercanía con ese origen sin fondo que es la represión llamada primaria. Acaso el momento informe de ciertas interferencias espaciales tenga que ver con la noción de gasto y con la crítica a los comportamientos de la «clase ociosa»: saturados de todo a punto de vomitar nuestra inconsciencia. La destrucción no tiene, sin embargo, nada de ritual, en el sentido profundo del término, sino que es un cotidiano arrojar los desperdicios en una bolsa de plástico para que los lleven donde no tengamos que verlos ni soportar su hedor. Esa exuberancia es, en verdad, miserable, ajena a cualquier intercambio simbólico o de dones. Tenemos que recordar, como hiciera Bataille, que el verdadero lujo y el potlatch profundo de nuestro tiempo se encuentra en el miserable, es decir, en el que se arroja al suelo y se margina. Esa es la forma de llegar a la exuberancia de la vida o a la revolución. El consumo no tiene poética, se trata de una mezcla de desmesura y condenación, de exceso y acumulación, de aquel despilfarro que también se encarna en la ostentación o la guerra.
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