No pongo la habitual lista de cuentos porque es bastante larga. Son textos muy breves, en ocasiones hasta de media página, pero cada uno de ellos condensa una historia que se derrama por los márgenes y nos hace pensar en todo lo que puede haber detrás y lo que pasará después.
Si seguimos la división de los relatos en aquellos que tienen inicio, nudo y desenlace y los que nos dan una rebanada de vida, los de este libro pertenecerían a los segundos pero, a la vez, nos dejan clara cuál es la conclusión, no porque esté explícita, sino porque la autora nos da las herramientas necesarias para imaginarla.
Además, la calidad media es altísima, hay muy pocos relatos que sean insustanciales, y algunos son una verdadera obra maestra. Yeso o El monstruo que heredé me han parecido sublimes.
Muy bueno.
El frío y la lluvia se colaban por mi abrigo en mal estado, incluso antes de abandonar el techito donde nos refugiábamos. Teníamos una fecha en una sala inmunda que gozaba de cierto prestigio a pesar de la mugre y había que probar los textos con urgencia. Estrenábamos en tres semanas. El cuerpo entumecido de ella y mis labios congelados necesitaban una habitación calefaccionada para ensayar. Habíamos armado una rutina que no terminaba de cerrarnos por falta de espacio. En la biblioteca teníamos que susurrar los textos, en un hueco entre estantes poco concurridos de la colección del obispado.
Vamos a casa, dijo Camile. Los jueves mi padre se queda bebiendo hasta cualquier hora en un bar, donde juega cartas con otros vejestorios como él. Pero antes pensé que lo decía por mí. No quiero que se cruzen.
Caminamos esquivando nieve sucia hasta su edificio, una construcción elegante en el barrio de Salamanca. Al entrar, me sorprendió el estado del departamento. El edificio era de estilo pero, en cuanto traspasé la la puerta, vi botellas vacías en el suelo, una al lado de otra. No había pared sin hilera de botellas, el polvo delataba el tiempo que llevaban ahí.
Es basura de mi padre, dijo. Lo hace para molestar, quiere que me vaya.
El dormitorio de Camile, cerrado con llave, parecía un bazar. La ropa salía de los cajones como lenguas, un núcleo hinchado que no entraba en la boca. Las mesitas atestadas de cajas y fotos de su madre apiladas en vertical. La mujer posaba mostrando el perfil derecho. Era preciosa.
Camile cerró la puerta y pidióó que empezáramos rápido. Le propuse empujar la cama a un costado, no había un centímetro libre, pero fue inútil, al moverla se rebelaban cajas de zapatos, medias y almohadones antes invisibles. Había varios tableros de ajedrez, pocos peones, un par de reinas semi derretidas, velas y zapatos altos de número bajito.
No se puede ensayar así, le dije.
Pero al cabo de un rato logramos armar la escena, es más, ella escupía su parlamento a través de un sombrero agujereado de su madre y yo aproveché un antifaz de estiletos que me quedaban chicos. A eso de las nueve, se escuchó un portazo.

2 comentarios
Juan Pablo, me cayó este libro para mi cumple, porque una amiga leyó este reseña y ejerció de acicate. ¡Y acertó!
He disfrutado mucho con los variados relatos.
Los buenos reseñadores como tú sois los «presciptores del alma».
Un abrazo,
Francisco
Me alegra que te haya gustado. Un abrazo de vuelta 🙂