Editorial Algaida, 2008. 624 páginas.
Este libro me vino recomendado por Matías, aunque no hacía falta. Había leído buenas críticas, y todo lo que sea viajes en el tiempo me llama la atención.
El mapa del tiempo son tres historias relacionadas, como es lógico, por tratar el tema del tiempo, y cuyo hilo conductor es Wells, quizás el primer escritor que se planteó el tema. En la primera, Andrew Harrington intentará viajar al pasado para evitar el asesinato de su amada por Jack el Destripador. En la segunda Claire Haggerty, una joven descontenta con el tiempo que le ha tocado vivir, se enamorará de un hombre del futuro. El la última será Wells quien se enfrentará a un viajero del tiempo que quiere robarle sus obras.
Me ha gustado. Quería una novela de entretenimiento, pero de calidad y he acertado de pleno. Entretiene y está bien escrita. También he encontrado algo más. La primera historia no me ha llamado mucho la atención, pero la segunda me ha enternecido y la tercera supone una vuelta de tuerca curiosa que no quiero desvelar aquí. Sólo indicaré que el autor rompe las expectativas y además deja caer como de refilón, sin señalar con el dedo, la respuesta a la pregunta que planea sobre el texto ¿se puede cambiar el pasado?
Más que una buena historia, y tan divertida como un best-seller. Tiren a los templarios a la basura y compren este libro.
Extracto:[-]
Fue así como Andrew descubrió que el paraíso se hallaba en el miserable cuartito en el que se encontraba ahora. Aquella noche todo cambió entre ellos: Andrew la amó con tal reverencia, recorrió su cuerpo al fin desnudo y horizontal con tanto cariño, que Marie Kelly sintió resquebrajarse la recia armadura que tanto le había llevado construir para preservar su alma, esa capa de fría escarcha que impedía que nada calara en su piel, que mantenía todo tras la puerta, fuera, allí donde no podía hacerle daño. Para su sorpresa, los besos con que Andrew iba marcando su cuerpo, como una viruela dulce, volvieron sus caricias cada vez menos mecánicas, y pronto descubrió que ya no era la puta quien estaba en aquella cama, sino la mujer necesitada de ternura que nunca había dejado de ser. También Andrew comprendió que sus modales amatorios estaban liberando a la verdadera Marie Kelly, como si la estuviese rescatando de uno de esos tanques de agua donde los magos de los teatros sumergían a sus bellas ayudantes atadas de pies y manos, o como si su orientación fuese tan buena que le eximía de extraviarse en el laberinto donde se perdían sus amantes, permitiéndole llegar allí donde nadie podía, a una suerte de rincón clausurado donde pervivía la verdadera esencia de la muchacha. Ardieron en un mismo fuego, y cuando este se extinguió y Marie Kelly, clavando en el techo una mirada soñadora, comenzó a hablar de la primavera en París, donde había estado unos años antes trabajando como modelo para artistas, y de su infancia en Gales, en Ratcliffe Highway, Andrew comprendió que aquello que sentía prendiéndole el pecho y que jamás había sentido antes debía de ser amor, porque sin quererlo estaba experimentando obedientemente todo eso de lo que hablaban los poetas. Le enterneció el tono evocador que adquirió la voz de la muchacha al describirle cómo las petunias y los gladiolos asediaban las plazas parisinas, y cómo a su regreso a Londres había obligado a todos a pronunciar su nombre en francés, el único modo que había encontrado de atesorar aquellas fragancias lejanas que suavizaban los salientes del mundo; pero también lo conmovió el deje apesadumbrado que usó para detallarle cómo colgaban a los piratas en el puente de Ratcliffe Highway para que se ahogasen con la crecida del Táme-sis. Y es que eso era Marie Kelly: un contraste de piel dulce y amarga, un acierto equivocado de la naturaleza, pura divagación del Creador. Cuando ella le preguntó qué clase de trabajo tenía que al parecer le permitiría alquilarla de por vida si quisiera, Andrew decidió correr el riesgo y decirle la verdad, porque aquel amor, de eclosionar, debía hacerlo bajo la verdad o no hacerlo, pero también porque la verdad —el modo en que lo había hechizado su cuadro, abocándolo a aquella cruzada absurda, a internarse en un barrio tan distinto al suyo en su busca, y el hecho de haberla encontrado—, le parecía tan hermosa y extraordinaria como uno de esos amores imposibles propios de las novelas. Cuando sus cuerpos volvieron a buscarse supo que enamorarse de ella no había sido ninguna locura, sino quizás el acto más cabal que había realizado en su vida. Y al abandonar la habitación, con la memoria de su piel en los labios, intentó no mirar a Joe, su marido, que aguardaba apoyado contra la pared encogido de frío.
5 comentarios
Voy a ser previsible y recordar a Borges, que decía que el olvido equivale a la modificación del pasado y al perdón.
He oído hablar de él y no me fiaba demasiado, pero después de leer tu comentario igual le doy una oportunidad. Me encantan las vueltas de tuerca en las historias, y si además está bien escrito, estupendo.
Una modificación del pasado particular, claro. Certero, Borges.
Elena, puedes fiarte. Al menos desde mi punto de vista; es entretenido, bien escrito y con la capacidad de sorprender.
Qué pena me da hacer este comentario, pero me he quedado con la parte del chisme sin descubrir…¿el marido de quién es «su marido»? Sí, porque ahora podría ser cualquiera de los dos, no? digo yo.
Un poco de humor Palimp, si no te molesta, eh?
Qué suerte que puedo conocer libros contigo, ya sabes cuánto escasean por acá.
Gracias, amigo.
AD.
Es lo que pasa con los extractos… que te dejan con el interés en el cuerpo. Te recomiendo la novela, dónde podrás encontrar la solución 🙂