Bibliotex, 2001. 320 páginas.
Caciquismo
Husmeando en el saldo muchas veces compras cosas porque te suenan, sin saber a ciencia cierta que te vas a encontrar. Mi primera sorpresa fue la foto del autor, con chistera decimonónica, porque ignorante de mí lo creía más actual. Pero la novela, siendo de 1914, es muy moderna, aunque no tan erótica como anuncia la solapa.
Jarrapellejos es el cacique absoluto del pueblo. Vulgar, casposo y con hábitos desagradables -como eructar sin complejos- es sin embargo el que decide sobre los destinos de los habitantes del pueblo, y comen en su mano nobleza e incluso ministros. Junto con los señoritos del pueblo se rifan a las mozas de buen ver ejerciendo una especie de derecho de pernada. Pero su lujuria se enfrentará con la tenacidad de Isabel, que intentará resistir sus pretensiones.
Vista la calidad del libro me sorprende no haber oído hablar más del autor. Es un retrato despiadado de la alta sociedad -nobleza y clases altas- y no es de extrañar que durante la dictadura no se editaran sus libros, porque el mismo estado de cosas ha subsistido hasta hace bien poco.
No tengo tiempo para loar todas las virtudes que he encontrado -mejor lo leen- pero destacaría el retrato del cacique. En las novelas de dictadores, tan famosas después del boom, hay una especie de amor-odio a la figura del líder, que pese a sus aberraciones tiene un poso de virilidad que puede hacerlo atractivo. Jarrapellejos y el resto de señoritos son unos donjuanes, sí, pero a base de pagar dinero, extorsionar y violar. En realidad son una panda de miserables sin valor ni ningún atractivo, que darían lástimas de no ser por el poder que tienen.
La novela tiene también su carga didáctica, y si bien no tiene un final feliz tampoco es del todo triste. Un sabor agridulce que, a casi cien años vista, se mantiene igual. Porque si bien la sociedad no es -por suerte- como en esa época, asuntos como el de Berlusconi demuestran que en algunas cosas seguimos igual.
Cita: «El progreso, los fonógrafos y el tren, las agujas, los botones de la ropa…, poco deben preocuparme mientras yo, con mi dinero, los pueda disfrutar y los sabios y los famélicos obreros se descuernen inventándolos o haciéndolos…»
Extracto:[-]
En esto consistía el sueldo del Gato, aumentado ahora con su suplemento de diez reales, asimismo del municipio, como guarda de las eras; y por cuanto a las bocas de su casa, habían sido más, cuatro: la de esta Sabina que llegaba, la dulcera, que haciendo dulces y vendiendo vinos y licores manteníale a cuerpo de rey, en calidad de fiel amante, y las de las tres hijas de Sabina: Estrella, Aurora y Petra; sino que Estrella y Aurora, según habían ido cumpliendo los quinces años, con dos de intervalo, se habían metido a prostitutas, y estaban la una en Madrid y la otra en Badajoz; y sólo quedaba Petra, a quien el Gato, con las consiguientes trifulcas y enérgicas y celosas oposiciones de la madre, quería a todo trance deshonrar, ya que no pudo hacerlo con las otras, antes que se casase con Melchor o se fuese también con las hermanas.
En todas las casas decentes del pueblo, gracias a la propaganda de los vates, y de Orencia (que odiaba las novelas), había tomos de Gabriel y Galán para leerlos en familia durante las veladas invernales. Códigos de moral sencilla, expresados con belleza soberana, y cuya difusión gratuita entre los pobres habríase llevado a efecto, a propuestas del ingenuo señor don Atiliano de la Maza, de no haber sido porque el sagaz Jarrapellejos opuso una objeción: los braceros no sabían leer, casi ninguno…, y los que sabían era mejor que no leyesen, ante el temor de aficionarlos y que pasasen luego a lecturas peligrosas.
—¡Oooh! —admiraron los demás, cayendo en el por qué no se les concedía atención a las escuelas ni a los decretos del Gobierno sobre enseñanza obligatoria. Ya, verdaderamente, la cierta labor instructiva en que aquel trasto forastero de Cidoncha (¡cómo tendrían que llamarle al orden, a seguir!) se obstinaba con su gente del liceo, estaba dándole a don Pedro la razón: a La Joya iban llegando suscripciones de El Socialista, y la Conquista del pan, y otros folletos subversivos…
Además, a Octavio res-cocíanle aquel discurso y aquel brindis de Mariano Marzo, llenos de «yo entiendo», de «¡ah, señores!», que pareciéronle de perlas al ministro, por ser de la misma retórica usual en el Congreso, por ser de la misma retórica completamente imbécil con que él los contestó, y que quizá, quizá, no menos que aquí, en las Cortes, habríanle de constituir barrera de estulticia insuperable al científico valer de los estudios… En los últimos quince días que él pilló de Parlamento, antes de cerrarse para las vacaciones veraniegas, desde su escaño, mejor que otras veces desde la pública tribuna, pudo observar que todo no era sino un vulgarísimo juego de palabras, de mañosos abogados (¡ah, señores!)…, o de frescos, de arribistas, cuyos más brillantes discursos, despojados de hojarasca, bien pudieran quedar en una escueta argumentación, muy semejante a la que empleó Jarrapellejos en la noche de la boda: «El progreso, los fonógrafos y el tren, las agujas, los botones de la ropa…, poco deben preocuparme mientras yo, con mi dinero, los pueda disfrutar y los sabios y los famélicos obreros se descuernen inventándolos o haciéndolos…». Un eructo, un eructo de satisfecha digestión, el bárbaro Jarrapellejos, el Congreso, toda la triste y burguesa España del Cid y del garbanzo de Castilla, que íbase muriendo sobre el hambre de los pobres y la grama de los campos.
Sí, sí; pueblo monstruoso, de monstruosa humanidad en putrefacción, en fermentación de todos los instintos naturales con todas las degradaciones de una decrépita sociedad en la agonía. Allí, para llegar a la posesión del pan y de la hembra —esto que consiguen los pájaros con su bella y sencilla libertad— se pasaba a través de la mentira, de los hipócritas engaños, del robo, hasta del crimen. Damas que lograban los más altos prestigios por la prostitución y el adulterio, como Orencia y la condesa; candidas muchachas rendidas al dinero o al despotismo de hombres como don Pedro Luis y el Garañón; curas con hijos y públicas queridas y curas alcahuetes, como don Roque y el tuerto don Calixto; novias atropelladas por la autoridad, como aquella del barbero; cristianos condes vendedores de reses muertas de carbunco…; alcaldes ladrones de los pósitos; estafadores a lo Zigzag; bandidos en toda la extensa gama que iba desde el Gato a Marzo y Saturnino; jueces libertadores de asesinos y encausa-dores a sabiendas de inocentes…; y encima, flotando con la siniestra sombra de un murciélago brutal, Jarrapellejos, amparador de todos los crímenes y robos y engaños y estafas del inmenso pudridero…
¡Ah!, sí, sí… putrefacción, fermentación que iba corrompiendo lo sano y asimilándose lo que ya quedase bien podrido. A los presidiarios se les hacía guardas de la cárcel y serenos. A los arruinados por el vino y por el juego, alcaldes. Al que resistíase un tanto en su innata probidad y estorbaba un poco, diputado… Siempre el agasajo y el favor como germen de fermento. En cambio, los buenos, los trabajadores, los incorruptibles, los inatacables por la intensa pestilencia del hervor, por el hervor mismo, eran lanzados fuera del horrible estercolero, hacia otros pueblos, hacia otras tierras, hacia otra vida… como él mismo y Gil Antón y Roque y señor Pedro y seña Luisa…, o hacia la muerte, como Cruz, como Isabel… Y en tanto que esto podía pasar en un pueblo de España, en quién supiese cuántos pueblos de España, el Gobierno y los partidos no se preocupaban más que de remover la nación entera con aquella ardua cuestión del catecismo.
Dobló la frente. Por una parte sólo supo percibir el olor a cieno del río y el croar estridente de las ranas. Luego la alzó y miró
al opuesto lado con un ansia de espacio, de mundo, de vida de redención.
Pero no acertó a ver más que lo oscuro. ¿Adonde ir?… Clamábale la ternura de su madre en Grazalema… y, en Grazalema, fuera de la ternura de su madre, volvería a encontrar las mismas gentes de barbarie y de estulticia… Más lejos, más lejos, pues, a otros pueblos…, a Madrid…, a Sevilla…, a Barcelona… ¡Sería igual, aunque disfrazada la barbarie de finura!…; más lejos aún, a Francia, entonces, a Inglaterra…
¡Oh, oh, a Francia, a Inglaterra… a Nueva York!… ¡Sería igual! ¡Sería igual… por más iluminada que estuviese de arco voltaico la bárbara finura!… De Nueva York recordaba los linchamientos, los archimillonarios que no venían a ser sino los Jarrapellejos de los reyes, los que arruinaban al Brasil de un solo golpe de trust contra el caucho, y los procesos policiacos y los presidentes de república que comprando votos con millones se sabían ganar la presidencia; de Londres, a Jack el destripa-dor, a su ejército de noventa mil prostitutas y a su no menos numeroso ejército de hambrientos y de tísicos…; y de París, de toda Francia, en fin, el pueblo-luz, el pueblo también de los apaches, de la banda trágica de los Bonnot y de los Caillemin, de los niños asesinos y las mujeres bestialmente lujuriosas, él acababa de leer, en la prisión, aquel affaire Caillaux en que la mujer de un ministro, sacadas por Le Fígaro a la pública vergüenza sus lascivias, mató a Calmette y estaba dando ocasión, con el ruidosísimo proceso, de hablarle a la hipócrita miseria del mundo entero de la hipócrita miseria de la Francia: supremos magistrados de justicia vendidos a la influencia, tal que el miserable don Arturo, de La Joya; estafadores en gran escala salvados de la condenación por los altos personajes a quienes aprovecharíanles las estafas, como a don Pedro Luis las de Zigzag; ministros prevaricadores, falsos…
2 comentarios
Me acuerdo de haber visto, hace mucho, la película de Giménez Rico basado en esta novela. Y me gustó, aunque ahora mismo no me acuerdo de casi nada de ella.
También en la obra de Fernán-Gómez «Las bicicletas son para el verano» se habla de Felipe Trigo, al que se describe (por el adolescente protagonista) como un autor de novelas «subidas de tono».
Y puede ser, pero en esta el erotismo es bastante suave. Claro que vivimos en una época en la que no nos espantamos de ná.