Junot va buscando a Gabriel Toro, que salió hace poco de la cárcel y con el que tiene una deuda pendiente. Por el camino una serie de personajes marginales y un entorno casi apocalíptico.
Hay muchas cosas que me chirrían en esta novela, empezando por esa ambientación norteamericana de película d David Lynch, continuando por ese protagonista sin sal y la trama, que me parece algo descosida.
Pero es un libro que, como otros de la autora, me ha gustado mucho. Tiene un lenguaje propio, muy particular y sugerente y en conjunto las virtudes superan a los defectos y, como he dicho ya muchas veces, es mejor un libro con defectos que te sorprenda que no uno correcto y aburrido.
Recomendable. Otra reseña: Mamut
Le gusta la ciudad. Fría. Delgada. De atmósfera tan quieta que se puede caminar por la calle en camisa sin apenas notar el aliento helado que baja del norte, del norte profundo, de los bosques de plomo.
Encuentra un motel, un «24.24» de diez habitaciones dispuestas una tras otra como los vagones de un tren descarrilado, en las afueras, donde las máquinas. Lo lleva una chica rabia con ojos ribeteados de khol negro brillante que parece no cerrar jamás y a quien parece que todo le da una pereza enorme.
—¿Señor Li? ¿Eso ha firmado en el registro? Aquí no pone nada de Li —dice levantando los ojos del carnet de Junot.
Por qué sonríe tanto esta chica, con los dientes tan separados.
-Te pago quince días por adelantado, si te parece. Aunque sólo me quede cinco.
—Me parece lo más.
Y ya no hace ningún tipo de preguntas. Junot se acuesta sin deshacer siquiera la maleta. La habitación es muy grande, de techo extrañamente bajo, con tres camas do-
bles esperando a los tres osos. Duerme un par de horas, sin apenas moverse, con el sol de medianoche filtrándose a través de los párpados cerrados. Cuando se levanta ya es por la mañana.
Su habitación da directamente a un gran descampado, una extensión del tamaño de un campo de fútbol del que le separa un canal de cemento en desuso donde crece un musgo blanco y mullido, liqúenes y saxífraga. Abandonado junto al canal hay un viejo volkswagen del setenta y tantos, sin ruedas, sin puertas, sin motor, que Junot se queda admirando un largo rato. Luego se fuma un ciga rrillo. En los alrededores hay media docena de casas, por ahí, casas viejas y gigantescas y como hundidas en el cieno y a punto de desplomarse bajo el peso de la madera carcomida.
Camina un rato por la calle para despejarse. La gente va sin prisa y charla en las esquinas, apoyados contra las farolas, como si todo el mundo se conociera desde hace mucho. Llevan camisas a cuadros, chalecos de pelo largo, ropa de bosque aunque el bosque está lejos. Charlan de cualquier cosa. No les importa perder el tiempo. El tiempo ya está perdido.
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