Relatos protagonizados por idiotas, entendiendo una definición amplia del término, personas que no encajan con la realidad que les rodea o que no acaban de entenderla. Gente que gusta de tirar piedras al aire, asustada por el movimiento veloz de la tierra por el espacio o doctores que al comprar zapatos apretados cambian el carácter.
Todos retratados con cariño y un punto de ternura, pero sin concesiones. Hay cuentos muy buenos, como el que dejo de muestra al final. Pero en general se dejan leer, simplemente.
En conjunto, buena lectura.
El medidor de la presión
Un aparcero que vivía con su madre en una casa cercana a la carretera provincial, en un valle entre montañas, pasaba el día escondido entre los setos porque creía que era lo que hacían los médicos. Saltaba fuera cuando veía pasar a alguien y quería tomarle la presión gratis. Se llamaba Sauro Gallinero, pero era conocido simplemente como Gallinero. Mientras cultivaba los campos de avena o de patatas que tenía arrendados llevaba siempre preparado un hemodina-mómetro y pensaba siempre en la medicina, para la que creía tener un talento natural. De la tierra decía, en cambio, que era su servidumbre de la gleba y que carecía de importancia en su vida. Hacía pruebas en sí mismo a la hora de la siesta como había oído contar que hacen los médicos en el hospital cuando un aparato no está perfeccionado todavía, y se tomaba la presión en el brazo durante mucho rato, sentado bajo la sombra de un árbol, con gran satisfacción. Inflaba
lo más que podía el hemodinamómetro, hasta •que el brazo se le congestionaba; procuraba aguantar, porque según él la prueba de la presión era una especie de prueba de fuerza que a la larga era buena para la salud. El tal Gallinero era muy recio, con un entrecejo particularmente fruncido que le daba un aire grave de médico municipal del siglo XIX. Tenía, no obstante, el cuello muy corto y la cabeza hundida entre los hombros como algunos gorilas.
Había encontrado un maletín de médico en la bodega de casa cuando había ido a habitar a Sologno en 1952; contenía algunos instrumentos de antes de la guerra y se había apasionado con ellos; pensaba que había tenido una gran suerte al poder ejercer la profesión en tan poco tiempo, especializándose sobre todo en tomar la presión, que era la rama de la medicina que prefería y con la que primero se había familiarizado. En cambio, el termómetro no lo atraía como especialidad porque no se inflaba ni tenía la variedad de aplicaciones del hemodinamómetro, adecuadas a cada caso; a juicio suyo resultaba poco versátil y muy frágil. A pesar de lo cual buscaba en el ámbito rural a campesinos aislados e intentaba provocarles fiebre a fin de practicar y hacerse publicidad también en ese sector. Si alguno aceptaba, aprovechaba para examinarle gratis la boca e intentaba introducirle una cuchara en la garganta para provocarle vómitos. Pero si había varios campesinos
reunidos, se burlaban de él y del hemodinamómetro que llevaba siempre consigo; intentaban quitárselo para divertirse, pues opinaban que eran instrumentos de pega, artilugios inventados por él que no curaban nada. Le tiraban judías verdes para reírse, y una vez le habían dado una pedrada en la cabeza, por pura ignorancia colectiva y estupidez. Por eso Gallinero evitaba los grupos de gente o el bar y prefería los casos individuales, más predispuestos en general a la medicina. Andaba por casa con el fonendoscopio ajustado a las orejas y mandaba despóticamente en su madre, como hacen los médicos con sus pacientes. Obligaba a su madre a estar siempre en cama en cuanto enferma crónica en observación. Ella, que era una viejecita efectivamente débil, tanto de salud como de cerebro, se hacía un poco de sopa y el resto del tiempo lo pasaba en cama en su habitación, como si fuera el cuarto de un hospital geriátrico. Gallinero le tomaba la presión cada día con gestos de gran importancia. Le ataba el hemodinamómetro en el brazo, en la pierna o donde le dictaba su inspiración; y lo inflaba y lo inflaba, pese a las quejas de su madre. Ella creía que era un tratamiento y por eso tenía paciencia y se sometía; y además no estaba segura de que fuese su hijo; en algunos momentos le parecía reconocerlo pero, mientras desinflaba el hemodinamómetro con un delantal blanco atado a la cintura y una gasa en la boca, lo miraba y durante
brevísimos instantes pensaba en un dentista de su juventud.
Gallinero también ponía inyecciones con un palito de madera improvisado; se las ponía a una señora que para llegar a la carretera tenía que atravesar sus campos, la señora Zagno, que se prestaba por diversión y no por el progreso de la medicina, como él sostenía con argumentos confusos. La hacía echarse en un hoyo, le descubría una nalga y le ponía una inyección con un tallo de hierba o con una ramita seca. A veces le golpeaba las rodillas con el martillo de arreglar la segadora y le hacía decir treinta y tres. Ella se reía, él no, porque estaba en el ejercicio de su profesión. Luego volvía al trabajo del campo y despedía a la señora Zagno con un cierto alivio.
Se ejercitó también con un vecino, un aparcero llamado Salvia; lo curaba en un campo de maíz con el termómetro. Se lo hacía tener en la boca, cada día durante un poco más de tiempo; a veces le aplicaba el fonendoscopio en el cuello o en la espalda. El tal Salvia padecía artritis y decía que sentía una mejoría por todo el tórax. No la curación completa, pero sentía incluso una «mejoría en la respiración, pues también sufría de asma desde hacía años.
Y ésta fue una especie de victoria personal contra el atraso de los campesinos, que tenían todos
artritis y no querían curársela. A partir de entonces no le volvieron a tirar piedras o judías, sino que deseaban disfrutar un poco del progreso y del bienestar de que hablaba Salvia; de modo que en esa época Gallinero hubiera podido afirmarse como médico municipal del valle.
Pero su carrera acabó muy pronto a causa de una desgracia. Una noche le había puesto a su madre el hemodinamómetro alrededor del cuello y lo había inflado tanto que la había destrozado; era ya muy vieja y probablemente no se oyeron sus lamentos. Esto sucedió en 1956, cuando Gallinero tenía cuarenta y dos años y su madre setenta y cinco. Gallinero decía que no se había tratado de una desgracia y que seguramente le había alargado la vida con la aplicación del hemodinamómetro. Sin embargo, la cuestión no quedó muy clara durante el juicio o Gallinero no la explicó con suficiente claridad, de modo que el maletín de médico le fue requisado y consignado en autos. La suya fue considerada una intervención de socorro equivocada, gracias a lo cual fue absuelto de la imputación de homicidio voluntario premeditado; pero le fue prohibido el ejercicio de la medicina y de cualquier actividad conexa, al no poseer el título ni estar inscrito en el registro profesional. Volvió a trabajar la tierra en Sologno. Sólo le había quedado un torniquete que le aplicaba a escondidas a la señora Zagno en diversas partes del
cuerpo y a la cual siguió poniéndole inyecciones con los medios que encontraba en el campo, como agujas de pino, palitos, briznas de paja o de heno. Tales visitas se llevaron a cabo en la clandestinidad y duraron varios años.
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