cuatro 2005, 2015. 170 páginas.
Recopilación de artículos diversos del filósofo Emilio LLedó, que a sus 91 años todavía sigue dando guerra. Aunque el título sea elogio de la infelicidad no es el tema principal de los artículos, que se centran en analizar diferentes términos aparecidos en escritos griegos y analizar su evolución y su relación con el presente.
Sí es el tema del primero, en el que analiza como para los primeros griegos la felicidad significaba lo mismo que en nuestra sociedad consumista: tener más bienes. Pero después el término se fue desplazando a una especie de virtud interior.
En otros artículos se habla del símbolo, de la amistad o de como Atenas se construyó con palabras. Pero todos están impregnados de un amor sin paliativos a la cultura griega y su legado, del que todavía somos hijos.
Muy recomendable.
Es cierto que si miramos en nuestro entorno, esa posibilidad de paz se nos aparece como una lejanísima e inalcanzable utopía. Y es cierto, también, que la inseguridad y la miseria del mundo provienen de enfermedades crónicas causadas por la más radical desigualdad. Proponer, en el actual estado de la historia, que soñemos el ideal de la paz puede sonar a jaculatoria piadosa para enjugar la mala conciencia que, en el mejor de los casos, nos atormenta al tener que convivir, distraídos e impotentes, con el horror.
Aunque cueste muchos años, tal vez siglos, hay que seguir alumbrando, iluminando, ese ideal. La búsqueda de la paz no puede jamás extinguirse. Serán, por supuesto, la justicia y la educación sus más agudos acicates. Una justicia que, por muy lejano que esté su advenimiento, tendrá que iniciarse en algo tan elemental como la democratización del cuerpo, que no es otra cosa que la liberación de la miseria, del hambre, que deteriora toda posibilidad de vivir y de crear. Una educación que no se deje ya inocular por todos los fantasmas de la necedad y el fanatismo, y que se levante sobre la libertad y la racionalidad.
Si los distintos poderes siguen refiriéndose a derechos humanos, a valores morales, a bienes comunes, es que, al menos en su vocabulario, no se ha borrado el único bien que realmente nos unlversaliza y nos justifica: la paz.
Cuesta trabajo armonizar con esos, digamos, ideales políticos, la ideología del hombrelobo. Este programa de la ferocidad no casa bien con ese otro sermón de los derechos humanos, con esas prédicas satinadas de oscura moral. El hecho de que tales palabras se pronuncien, y que aún tengan una cierta aceptación, quiere decir que, al menos, se nos engaña, todavía, con el discurso de la verdad, aunque sean la doblez y la falsedad quienes lo pronuncien. Lo realmente descorazona-dor podría ser el día en que ya no se enmascaren con discursos «bellos» sino que se afirme, tajantemente, que el único imperio real es el de la violación y la corrupción.
Aunque sea muy lento, muy largo, nada podrá enfrentarse a esa muerte de lo humano, a esa total destrucción de la existencia y la cultura, más que la educación en la paz. Ni siquiera los hombrelobos podrían evitar el morderse a sí mismos, el devorarse en su propia dentellada.
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