Salto de página, 2010. 156 páginas.
Le seguÃa la pista al autor desde que me enteré que una novela suya está detrás de la pelÃcula La torre de los siete jorobados, y he podido sacarme la espinita con este libro de relatos que incluye los siguientes:
El diablo de los ojos verdes
La rebelión de los fantoches
Lo que vio la reina de Francia
¿Está escrito el futuro?
El oráculo de la cabeza sangrienta
El limpio honor de Florestán
Embrujamiento
El espectro de la rosa
Edgar Poe, ocultista
Las visiones de Amichatis
BrujerÃas
La senda del santuario
«El chato de El Escorial»
Del diario de un difunto
El amigo Chamorro
Los más largos y mejores los dos primeros. Relatos decadentes, de aire modernista, que se adentran en lo misterioso, los espectros, como bien dicen aquÃ: El diablo de los ojos verdes – Emilio Carrère podemos hablar de un Poe españolizado, ya que el asunto principal no es lo sobrenatural, sino la oscuridad que llevamos dentro.
En el primer relato, por ejemplo, se entiende perfectamente que no hay nada de sobrenatural en ese diablo que posee por las noches a las monjas del convento, y que el culpable no será castigado. La rebelión de los fantoches anticipa a Unamuno y Pirandello. En el resto de relatos la calidad es bastante desigual, pero todos se leen con interés.
Otras reseñas aquÃ: El diablo de los ojos verdes, de Emilio Carrère y aquÃ: El diablo de los ojos verdes, de la que destaco sus últimas frases:
Es posible que Emilio Carrère no merezca estar en el Olimpo, pero tampoco hundido en el fango. Esta edición nos permite situarlo en el limpio escalón intermedio en el que le corresponde estar.
Calificación: Algunos muy buenos.
Extractos:
Muy pronto supo toda la villa que la Inquisición habÃa descubierto a un clérigo prÃncipe de la magia negra. Y comenzó una lucha tremenda entre el Santo Oficio y el Cardenal Valenzuela, protector del brujo.
Las monjas fueron nuevamente exorcizadas con gran solemnidad; pero los diablos se mostraban dispuestos a no salir de sus bellos habitáculos, estando todos de acuerdo en señalar —por boca de las posesas— al padre Luis como gran canciller del imperio plutoniano. Las más endiabladas eran justamente sor Julia y sor Marcela, que se mostraban un aborrecimiento implacable, acusándose de las abominaciones más truculentas.
Sor Julia tenÃa dentro un diablazo iracundo y obsceno llamado Priapón, que acusaba a sor Marcela de haberla visto en El sábado con sus vestes monjiles haciendo los honores del banquete infernal. A su vez, el demonio habitante de sor Marcela juraba por los cuernos de chivo de su nauseabundo señor que habÃa visto a sor Julia, desnuda, bailando en la algarabÃa de la misa negra. Y en lo que ambos demonios estaban contestes era en que el padre Luis fuese el galán que las acompañaba a las citas brujescas.
El inquisidor Fray Orencio de Guzmán, henchido del ardor católico propio de su época, estaba decidido a quemar a todas la monjas y, por de contado, al capellán. Monseñor Valenzuela, con su talento diplomático, procuraba embrollar al fanático fraile. Monseñor habÃa leÃdo a Voltaire, vivÃa cerca de Godoy en la Corte española, más ocupada en asuntos de amor y de regodeo que en una rÃgida observancia ortodoxa. Era el tiempo de los guardias de corps, elevados a las más altas cumbres por obra del capricho galante.
—Desengañaos, señor Inquisidor. Mis pobres ursulinas están enloquecidas por otro diablo que no es el Emperador de las Tinieblas. Son los ojos verdes del capellán los causantes de todo este enredo. La sangre juvenil y el regustillo de la carne son las brujas verdaderas que perturban a las pecadoras.
—Niego —gritaba Fray Orencio—. El demonio Priapón ha hecho revelaciones gravÃsimas… Monseñor se echó a reÃr.
—¡Cómo podéis creer en semejantes patrañas! El alma de la mujer, o para hablar con claridad, el temperamento de estas desventuradas, tiene misteriosos recovecos donde se esconde un furor genésico insaciable que llega a turbarles el sentido. Las lúgubres lecturas, las tradiciones milagrosas, la vida de forzosa abstinencia, han hecho el resto. Buscad al diablo con la lente del fisiólogo mejor que con la lámpara de la teologÃa. Utilizad vuestro intelecto y lo hallaréis de fijo. Son unas terribles diablesas, en verdad: se llaman Epilepsia, Histeria. Son las larvas atroces de la herencia misteriosa.
—Pero, ¿todas las ursulinas padecen del mal de las pitonisas? —replicó Fray Orencio con pedantesco sarcasmo.
—Es una epidemia de demonomanÃa, propagada por el contagio mental. En Francia, no hace mucho, hubo otra epidemia de adivinos. Una loca aseguraba que para lograr el don proféti-co no habÃa sino que mezclar tierra del sepulcro del diácono jansenista Paris con un poco de vino. Esta práctica absurda y repugnante tuvo un gran éxito entre el populacho.
—¡Yo hubiera sometido a la loca al tormento de los garrotes a cordel! —gritó el fraile con iracundia.
—El suplicio exalta a los locos y tiene la virtud de hacer prosélitos. Además, ¡la religión de Cristo no debe mancharse de sangre!
El fraile no comprendÃa bien las razones de Monseñor. Su malicia le hacÃa olfatear en sus palabras cierto tufillo de herejÃa. Sus garras de inquisidor no querÃan soltar la presa del brujo. HacÃa tiempo que la Inquisición no abrasaba vivo a ningún delincuente, y esta ociosidad perjudicaba el buen crédito y celo de tan laborioso tribunal.
—¡No salvaréis al hechicero! —aulló amenazador Fray Orencio.
—¡El Rey me ayudará a librarle de vuestra furia! —dijo su Eminencia con altivez.
—¡El Papa es más poderoso que el Rey!
Las amistades y las visiones de estos estados distan mucho de ser como las que tienen las demás personas. ¿Poseen una realidad objetiva? ¿Son de carne y hueso, verdaderamente? Esto es difÃcil comprobarlo. Recuerdo que Edgar Poe afirmaba que tenÃa amigos misteriosos e invisibles para los otros, a los que volvÃa a ver en cada nueva borrachera, como los habitantes de una isla agradable hacia la que se hacen frecuentes escapadas y donde dejamos amigos que nos aguardan siempre a la orilla a cada nuevo retorno.
—Pero no irás a conceder realidad fÃsica a las divagaciones de un poeta que además era un dipsómano empedernido.
—El hecho es que yo me encuentro en una situación parecida, y saludo a unos seres que, según he podido comprobar ahora mismo, no son vistos más que por mÃ.
—Por mi parte, te juro que no he notado la presencia de ese caballero que, según afirmas, se ha acercado a saludarte cortésmente.
El pintor Abella miró irónico a su interlocutor, MartÃn de Sayago, el novelista extraño, dramático y burlón, metafÃsico y realista, romántico y descarnado, como un funámbulo de las ideas y de las emociones que se divirtiese en saltar de polo a polo, para sorprender y desconcertar a sus lectores. Su conducta literaria era bien diferente a la de sus cofrades que gustan de especializarse colocándose una etiqueta sobre la frente, como un ejemplar de botánica o un fósil del Museo de Historia Natural.
AsÃ, ya se sabÃa que H era el novelador especialista en la psicologÃa de las mujeres —Julio Camba os lo ha presentado con el nombre de Restrepo—, R el de las familias respetables y acomodadas, P el de las señoritas provincianas menores de cuarenta y tres años, y B el de los chicos del Instituto y los senadores del Reino. También se escribÃan novelitas especiales para sacerdotes, empleados y dependientes de ferreterÃa. Era la fabricación de novelas a la medida de la inteligencia y de la sensibilidad de todas las clases sociales. Esta especie de vagabundeo literario per-
judicaba mucho a MartÃn Sayago, porque siempre podÃa esperarse de él una sorpresa desconcertante, y la gente le compraba con reservas. No era un producto mercantil claramente definido.
Pero podemos decir, en honor suyo, que no era un fabricante de novelas: cuatro al año, a peseta ejemplar vendido; saldo a favor, pesetas X. El encargado de esa contabilidad era su editor. Sayago cogÃa el dinero que le daban y se iba de correteo por la Corte a buscar escondrijos poco frecuentes, tipos extraños, o a pescar jirones de diálogo, con cuyos elementos planeaba novelas o cuadros costumbristas que después dormÃan mucho tiempo olvidados en su cuaderno de anotaciones.
Cuando le encontramos conversando con el pintor Abella, se proponÃa demostrarle unas misteriosas a la par que indemostrables amistades que él mantenÃa con personajes invisibles para el resto de sus conciudadanos. El pintor —que sólo daba crédito al testimonio de sus sentidos, a pesar de pintar los caballos morados y las caras color turqu× pensó dos cosas simultáneamente: que Sayago se habÃa vuelto loco, o que se estaba divirtiendo a costa suya, colocándole camelos absurdos. En cualquiera de los dos casos, le pareció lo mejor abandonar al novelista a solas con sus burlas o con sus fantasÃas.
MartÃn Sayago le dejo ir.
—Es inútil hablar con este hombre. No basta tener razón, es necesario encontrar vidas razonables. Pero, ¿es acaso razonable lo que a mà me pasa?
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