Editorial Anagrama, 2001. 229 páginas.
Ya dije en la reseña de Velocidad de los jardines que la prosa de Tizón me dejó boquiabierto. No tardé en comprar este libro, nuevo -y los seguidores habituales de la bitácora saben que casi nunca compro nada nuevo. Aún así, en vez de leerlo enseguida lo fui dejando, como un caramelo que se deja para el final.
El libro consta de los siguientes capítulos:
Ejercicios de línea
Naturaleza muerta
Apuntes del natural
Artes gráficas
Que son historias diferentes pero relacionadas. Quizá no sea tan perfecto como Velocidad… pero tiene páginas de gran maestría. El lirismo, la juventud, la búsqueda de la vida. Las palabras.
El protagonista aprende a dibujar con las famosas láminas de Emilio Freizas, lo que le lleva a una papelería con tres hermanas, y una de ellas le contará historias increíbles sobre Carlomagno. También recibirá clases de dibujo en un piso surrealista, donde deberá tomar un cafe con leche con mosca dentro. La hermana de la papelería tuvo un novio escultor perdido en París, y conoceremos por qué. Todo acabará frente a las torres de alta tensión. Novela-cuento sobre lo que más nos marca: el amor y la pérdida.
Suele decirse que la narrativa está en crisis. Leyendo a Eloy Tizón es difícil no mostrarse escéptico. Un pedazo de escritor.
Escuchando: El tipo más perezoso de la ciudad. Daniel Higiénico.
Extracto:[-]
Las urracas son hermanas de la luna. La princesa Mármara tenía una urraca amaestrada que hacía de mensajera entre el emperador y ella. La urraca iba y venía de un torreón al otro surcando el cielo y sujetaba con el pico aquel amor carolingio. La urraca entraba por la ventana, se posaba en una percha, se sacudía el plumaje, graznaba, y de su pico caían las palabras del idilio: tres palabras, dos o ninguna, dependiendo de los días.
Carlomagno hablaba poco. Prefería ahorrar las palabras, no malgastarlas, reservar una porción sin usar para cuando rnás adelante, con la edad, le fuesen imprescindibles. Pensaba que en la vejez se necesitan palabras; en su juventud él, en cambio, se conformaba con hechos. Decía que las palabras no le sabían a nada, como alimentos sin sal. Porque las frases no curan. Los adjetivos no sacian. La palabra silla no sirve para sentarse. La palabra vaca no da leche. Los discursos de los hombres le ofrecían, para calmar su fatiga, una silla mental o una vaca imaginaria. Eso pensaba él de joven.
Pero llega cierta edad en que los hechos no bastan. Para cubrir la insuficiencia de los hechos, para salvarse en el crepúsculo de la vida, se necesitaba abrir el pecho y soltar aquellas novelas. Saber contar una historia creía el emperador que era tan importante o más que vivirla. Por eso los mejores narradores de su tiempo, pensaba el emperador, eran viejos. Los viejos sabían contar. Y cuanto más viejos fueran y más rotos estuviesen, más luz tenían sus frases y mejor sabor sus historias. Los años perfeccionan la escritura hasta cuajarla en el mito. Lo único que se requiere es paciencia. Cuando llegase la hora de la muerte y estuviese al borde de la tumba, él lo sabía, la historia sería perfecta.
Cada noche al acostarse Carlomagno hacía balance: arrojaba sus redes al mar y recogía palabras. Repasaba los vocablos que no había pronunciado durante el curso del día y si veía que eran muchos, el emperador se alegraba. Pues notaba que su provisión de palabras aumentaba y que su pesca era rica.
El emperador tenía un biógrafo que se llamaba Eginardo. Este Eginardo iba a todas partes detrás del emperador, de puntillas, armado de tinta y papel, muy tieso, y levantaba acta de todo cuanto el hijo del rey Pipino hiciese o dijese para tenerlo apuntado y que no se le olvidase y dejar constancia de ello. Tomaba nota de todo. Hizo esto y dijo esto otro. Eginardo puso en limpio la vida del emperador Carlomagno sin omitir una coma; sólo dejó sin cubrir algunos trozos en blanco, por tratarse de episodios demasiado tristes o íntimos. Y cuando el emperador quería consultar por ejemplo qué aconteció tal verano, en que el rosal floreció fuera de época, en lugar de acudir a su memoria, que era frágil y voluble, Carlomagno buscaba en los archivos de Eginardo y allí al borde de la página se le ofrecía, tembloroso, el verano y su perfume.
«El arte», pensaba el emperador «es el intento de reparar los errores del tiempo, que te da la espina pero no te da la rosa.»
El emperador no era sabio, pero supo rodearse de sabios. De la península en forma de bota mandó venir a la corte a Pablo Diácono; de la lejana York logró atraer al monje Alcuino, que era el que mejores historias contaba, y hablaba y no paraba con su vocecilla de elfo de la Roca del Destino, que grita cuando el que se sienta encima de ella es el rey legítimo de Irlanda; o de una tribu pagana que dejaba sin bautizar el brazo derecho de sus hijos para que el freno de la religión no les impidiese en el futuro dar fuertes golpes de espada. Hablaba del ave Roe, que volaba para atrás y ponía sus huevos en el viento. Estos hombres geniales inventaron la letra minúscula, gracias a la cual se hicieron legibles los documentos, la gente aprendió a leer y circularon relatos.
En ésas estaban cuando a la princesa acatarrada se le ocurrió un día de repente una idea: servirle una droga al malvado Zwingo, en una copa de vino, aprovechando el banquete de Navidad, no para asesinarle, eso no, sólo para dejarle sin sentido de la vista el tiempo suficiente para que ellos dos pudiesen escapar del torreón de ajedrez a través de los pasillos, esquivar al fantasma Gumo, saltar por la ventana y descolgarse por una cuerda hasta posarse en la silla de montar del corcel blanco salvaje del emperador que los estaría esperando al pie de la torre de ajedrez sin relinchar y conociendo su nombre.
El otro no se dio por aludido. Ni se inmutó. Por lo menos en el sueño anterior eran más educados. El escultor renunció al tabaco. Al considerar que estaba vivo, recuperó el buen humor. Pensó para distraerse en la peligrosidad de París. Le vino a la cabeza aquella anécdota atribuida al escultor Giacometti cuando una vez, en París, sufrió un atropello leve, y él desde el suelo exclamó, agradecido, por fin, por fin me pasa algo, anécdota mil veces repetida en tertulias de café y mil veces desmentida, entre otros, por el propio interesado. Y Barthes. Qué me dices de Barthes. Semiótica aplicada a la cultura de masas. Me parece recordar que también Roland Barthes murió atropellado en París, a la salida de clase, por el camión de reparto de una lavandería. Una muerte limpia, podríamos decir. Perdón por la paradoja. Pero es que la muerte, en París, ya se sabe, no respeta a nadie. Ni siquiera a los semióticos. Uno sale tan tranquilo de dar clase, de explicar, pongamos por caso, la fenomenología del referente, suponiendo que algo asi pueda explicarse, o cualquier otro tema igual de absurdo,
y al minuto siguiente se encuentra tirado en la calle con la columna vertebral partida bajo las llantas de un coche. Son cosas de París.
-Me están viniendo arcadas.
Para no hablar de Camus, quien también perdió la vida en un accidente de tráfico. No es lo mismo pero casi. Si se hiciese una estadística se vería que la proporción de genios atropellados en París, por metro cuadrado, entre escultores, semióticos y existencialistas, alcanza cifras espeluznantes. Como no lleguemos pronto, a donde sea, voy a dejar el coche perdido.
El escultor percibió, con cierta alarma, que estaban detenidos. El vehículo no avanzaba. No se movían. Pronto supo por qué. Las puertas de la ambulancia se abrieron y dieron paso a una segunda camilla, ocupada por un bulto inerte cubierto por una sábana. Vaya, pensó el escultor, ésta debe de ser la noche* de las recogidas. Resulta que ahora tengo un compañero de ruta. No le dio tiempo a seguir porque la ambulancia aceleró con un chillido de ruedas, se puso en marcha llevando al nuevo ocupante, el tubo volvió a aspirarlos y la noche de París se descompuso en una serie de brillantes añicos giratorios, de viñetas coloreadas de verde, de modo que el escultor pudo ver proyectado en el techo del furgón el carrusel de su vida doméstica dando vueltas, vio a sus padres ancianos, su novia en la papelería despachando lapiceros, su casa, el pasillo de su casa de Madrid con el papel pintado a base de papagayos rojos y negros que visto de cerca angustiaba.
3 comentarios
Dios Palimp !!… ¿ Te compraste el libro… nuevo ? Debe ser bueno, pero bueno bueno.
Te gusto el olor a libro nuevo ? Ahh que sensación… la virginidad de un libro es tan apreciada como en otros ambitos de la vida….Ese tacto, olor, simetria, un libro sin historial de uso. Sensacional… Tendremos que hablar con Tizón para darle el premio al Libro Nuevo del año del Cuchi… 😀
Un abrazo… y buenas vacaciones.
Tienes toda la razón: pedazo de escritor que no para de remover, de entrometerse con la realidad para encontrar otra.
Hermoso el fragmento que has puesto.
Je je, el que era bueno es Velocidad de los jardines, este no lo es tanto. Pero merece muhco la pena.
Andrés, lo cierto es que no es difícil encontrar un fragmento hermoso en la prosa de Tizón.