Acantilado, 2022. 166 páginas.
Ensayo que invierte la figura de la mujer fatal reinterpretando algunos clásicos sobre el tema como la Carmen de Merimée, la Conchita de Un oscuro objeto de deseo o la Lolita de Nabokov. Empezando por esa Susana y los viejos que casi todos los pintores utilizaron como excusa para pintar a una mujer ligera de ropa y que solo Artemisa Gentileschi pintó como alguien que está sufriendo acoso y expresa desagrado.
Porque lo que son fatales no son las mujeres, sino los hombres que proyectan su deseo en ellas y que, al verse frustrados, les cuelgan el sambenito sin darse cuenta de que son ellos los perturbados. Hombres necios que acusáis….
La analogía más clara la comenta la autora al hablar de El corazón delator de Poe. Un trastornado que primero imagina que el ojo del dueño le observa con malignidad, al que asesina para librarse de su influjo, y que después imagina que es atormentado por un corazón que viene de ultratumba, cuando es su propio corazón el que lo está delatando. Así todos los casos de pobres hombres seducidos por una mujer fatal no son sino trastornados que proyectan su deseo en un objeto al que muchas veces no dan derecho a réplica y son los únicos responsables de las locuras que acaban cometiendo.
Bueno.
No obstante, el de Lolita es—a juzgar por lo poco que han cambiado los términos de la discusión en torno a la novela al cabo de sesenta años—un caso muy particular, porque pocos lectores contemplan la posibilidad de que no sea una obra seria, como no lo es el maníaco Humbert. Y, sin embargo, leída en clave paródica encierra una crítica contra la mistificación amorosa como pocas en la historia de la literatura y constituye un antídoto incomparable, no sólo por el proverbial efecto liberador de la risa, sino también porque el simple hecho de que nos cueste tanto identificarla como sátira delata hasta qué punto estamos complicados con una forma de imbecilidad inmensamente prestigiosa en nuestra cultura. De hecho, el malentendido del que es objeto la novela de Nabokov se debe precisamente a la naturaleza irónica del artefacto, que la hermana con una obra como Romeo y Julieta, cuya dimensión paródica también suele pasar inadvertida no sólo a los lectores más incautos, sino a la crítica misma: pocas veces se lee la pieza como la caricatura de dos tontorrones a los que su estupidez les cuesta la vida, porque esa estupidez es, en nuestra cultura, un auténtico ídolo. Curiosamente, pese a que Nabokov remedó Carmen un siglo después, y hasta se permitió subrayar el carácter grotesco de la pasión del protagonista al convertir a una niña de doce años en su objeto, el burdo dispositivo de la confesión destinado a persuadir a los lectores de la autenticidad y la pureza de los sentimientos del enamorado se probó igual de eficaz que en la novela de Mérimée, lo cual pone en evidencia el arraigo del prejuicio parodiado y el incorregible candor de los lectores.
En el caso de Lolita, diría que para el lector basta que el narrador se declare enamorado y haga alarde de su vastísima cultura iconográfica, musical, literaria, psicológica incluso, para que quede persuadido de la seriedad de la novela y hasta asuma que la prosa es exquisita. Tanto da que esté advertido—entre líneas, naturalmente—de que el autor de esa prosa es un aspirante a escritor frustrado que lleva años mareando la perdiz y postulándose como escritor en ciernes, como promesa, aunque ya es un hombre hecho y derecho. El detalle pasa tan inadvertido que incluso quienes consideran que la novela es una apología de la pederastía o una banalización de la violencia ejercida contra las mujeres afirman que merece la pena leerla porque es una gran novela escrita de un modo tan portentoso que hasta consigue hacernos olvidar que está mal violar a niñas. Pero ¿de veras consigue hacérnoslo olvidar? Y en caso de que así sea, ¿seguro que se debe a la magnífica manera en que está escrita la novela? ¿No lo olvidamos simplemente porque Humbert es un embustero? De hecho, Lolita no está escrita de un modo admirable, porque la prosa no es la de Nabokov, sino la de Humbert Humbert, farragosa, pedante, cursi, torpe, malograda. Y si es una gran obra lo es en buena medida porque Nabokov no sólo logra recrear la prosa de un escritor de gusto dudoso e inmensa vanidad, sino también que terminemos de leer su obscena confesión hasta el final. El dificilísimo equilibrio entre la calamidad y el éxito literario (en el estricto sentido de lograr que el lector no abandone la lectura) es uno de los sutiles logros irónicos de la sátira de Nabokov.
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