Laertes, 1994. 120 páginas.
Trad. Carlos Pascual Gila.
Lo más fascinante de este libro es, sin lugar a dudas, la autora: Egeria. Una señora principal, a la que se califica de monja -según el autor del prólogo incorrectamente puesto que las monjas como tal no existían-, que decide viajar desde Galicia hasta Jerusalén para visitar los lugares santos. A medida que transcurre el viaje va enviando una serie de cartas describiendo lo que ve y lo que va haciendo.
Pionera, pues, de la literatura de viajes, de las mujeres exploradoras, y también buena escritora, porque el texto se lee con gran placer y se disfruta como si se hubiera escrito hoy mismo. El lenguaje coloquial de la autora, sin circunloquios estilísticos, ha conseguido que la narración se mantenga fresca.
En la época la Pax Romana todavía podía permitir que alguien pudiera hacer este viaje sin mayores problemas, aunque hay que tener en cuenta que se trata de una mujer principal, que disponía de recursos y seguramente también de los contactos apropiados. En una parte del texto se menciona que le acompañan soldados romanos, seguramente para las travesías más peligrosas.
Una pequeña delicia. Recomendable.
El viaje de egeria
y todo cuanto le fue ordenado en la sagrada montaña. Nos enseñaron el espacio donde primeramente fue fijado por Moisés el tabernáculo y donde se llevaron a cabo cuantas cosas había prescrito Dios a Moisés en el monte para que las llevara a efecto.
Pudimos apreciar también, ya al cabo del valle, las Tumbas de la Concupiscencia, aunque ya en el lugar donde de nuevo retomábamos nuestro camino; es decir, en aquel punto donde, abandonando por fin aquella anchurosa vaguada, nos incorporamos de nuevo a la senda por la que habíamos venido, encajonada entre aquellas montañas a las que anteriormente me referí.
Ese mismo día nos acercamos a visitar a los demás monjes de santidad reconocida que, debido a su edad o por causa de una salud quebrantada, no habían podido acudir a celebrar la oblación en el monte de Dios. Estos hombres se dignaron acogernos a cuantos nos llegamos hasta sus ermitas de manera sumamente hospitalaria.
Así pues, tras haber visto todos los lugares santos que habíamos deseado visitar, así como también todos aquellos parajes por donde habían parado los hijos de Israel, yendo o viniendo de la montaña sagrada, y tras haber rendido visita igualmente a aquellos santos varones que allí moraban, regresamos a Farán, en el nombre del Señor.
De Farán a Clysma
Si de continuo debo dar gracias al Señor por todas las cosas, cuánto más habré de hacerlo por tantas y tamañas mercedes como ha consentido concederme a mí, tan poco digna y tan poco merecedora de ellas, permitiéndome recorrer todos aquellos lugares tan fuera del alcance de mis méritos. Tampoco podría agradecer nunca lo bastante a todos aquellos santos varones que se dignaron acoger a mi humilde persona en sus eremitorios con ánimo solícito, o conducirme por todos aquellos parajes que yo iba buscando con las sagradas Escrituras en la mano. Algunos de aquellos santos que moraban en la montaña de Dios o en sus alrededores, los que gozaban de mayor vigor corporal, se dignaron guiarnos hasta Farán.
Así pues, cuando arribamos a Farán, que se encuentra a treinta y cinco millas de la montaña de Dios15, hubimos de acomodarnos allí durante dos días para reponer fuerzas. Al cumplirse el tercer día, madrugamos para poder alcanzar de nuevo aquella posta, en pleno desierto de Farán, donde ya a la ida habíamos hecho jornada, tal y como antes escribí.
Al día siguiente, tras aprovisionarnos de agua, partimos nuevamente de allí y luego de recorrer un trecho entre paredes montañosas, llegamos a otra posta que se encontraba dominando ya el mar, es decir, en aquel punto en que se dejan atrás las montañas y se comienza de nuevo a caminar pegados a la orilla del mar. Aunque unas veces vas tan cabe el agua que, de súbito, algunas olas vienen a romper en las patas mismas de las caballerías, y otras veces tienes que transitar por el desierto a ciento o doscientos pasos, incluso a veces a más de quinientos pasos de la margen; en efecto, por allí apenas aparece marcado el camino, y todo es desierto arenoso. Los faranitas, acostumbrados a viajar por allí con sus camellos, van poniendo señales de trecho en trecho, señales que les sirven de referencia para deambular durante el día. Ahora bien, por la noche, son los camellos los que siguen solos las señales. En fin, qué os voy a contar: merced a la práctica, los faranitas circulan de noche por aquellos andurriales con mayor pre-
15. Del oasis de Feirán al Sinaí hay, en efecto, unos cincuenta kilómetros. No entra mucho en detalles sobre este tramo, seguramente porque ya lo había hecho en la parte perdida de su relato.
mura y seguridad que cualquier otro mortal podría hacerlo por lugares de caminos bien dispuestos.
A nuestro regreso, pues, salimos de entre los montes al lugar exacto por el que, en el viaje de ida, nos habíamos internado en la zona montuosa, con lo que de nuevo nos avecinábamos al mar. También los hijos de Israel, en su tornaviaje desde el monte sagrado, el Sinaí, hasta aquel lugar, hicieron en su vuelta el mismo camino que a la ida, esto es, salieron a aquel mismo lugar por donde también nosotros dejamos atrás la zona montañosa y nos acercamos de nuevo al mar Rojo.
A partir de ahí, nosotros regresamos por el mismo camino que habíamos traído a la venida; los hijos de Israel, en cambio, siguieron a partir de ese punto su propio camino, tal y como está escrito en los libros del santo Moisés. Nosotros, por el contrario, regresamos a Clysma16 por el mismo itinerario y a través de las mismas postas que en el trayecto de ida. Eso sí, cuando llegamos a Clysma tuvimos que reponer allí fuerzas de nuevo, ya que habíamos viajado por un desierto de arenas inacabables.
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