David Monteagudo. Fin.

julio 24, 2025

David Monteagudo, Fin
Acantilado, 2009. 352 páginas.

Unos amigos se reúnen en un refugio a los 25 años de su último encuentro. Han quedado también con uno de la cuadrilla al que le gastaron una broma aparentemente terrible y puede ser un buen momento para olvidar el pasado. Pero un extraño apagón torcerá el rumbo del encuentro…

En su momento la novela fue un bombazo, una apuesta personal del director de Acantilado que rescató esta novela del cajón donde la tenía el autor y apostó por ella. Se vendió mucho mientras yo escuchaba voces críticas de personas de cierta confianza, así que me enfrentaba a ella con un poco de prevención.

Sin embargo, la he disfrutado bastante. Es bastante imperfecta en muchos aspectos, el final no es especialmente satisfactorio, pero los personajes, las situaciones, el ambiente que va creando alrededor de la figura ausente y de las situaciones misteriosas con las que se cruzan están muy bien conseguidos.

A mí, personalmente, me ha gustado más de lo que imaginaba.

Bueno.

Los faros del coche iluminan alternativamente una masa de espesa vegetación, y después un tramo recto de asfalto, estrecho y lleno de socavones, y después otra vez la masa de arbusto y encinar que trepa por la cuneta, alargando sus ramas por encima de la calzada. Hace un buen rato que las curvas y las rectas, cada vez más breves, cada vez más precarias, se suceden monótona, interminablemente, como si no se fueran a acabar nunca.
—No recordaba que se tardara tanto en llegar —dice Ginés sin dejar de mirar fijamente la carretera—. También es verdad que siempre llegábamos de día… De noche se hace más pesado.
El coche es un vehículo de doble tracción, ancho y confortable, con la carrocería pintada de un negro severo y lustroso, empañado ahora por una fina capa de polvo. Es de noche; anocheció bruscamente cuando la carretera se internó en el bosque, bajo el túnel constante que forman las copas de los árboles. Desde el interior del coche, desde el asiento del pasajero, da la impresión de que la carretera no es más ancha que el propio vehículo.
—¿Y qué hacéis cuando viene un coche en sentido contrario? —dice María acercando la cara al cristal de su ventanilla, buscando inútilmente el asfalto—. Aquí no caben dos coches.
—Nunca viene nadie en sentido contrario —dice Ginés en tono intrascendente, sin mirar a su acompañante.
El coche es alto y aparatoso, pesado, con anchas ruedas que castigan el asfalto y levantan piedrecillas a su paso. Pero la potencia del motor, y el concurso de toda la tecnología imaginable, aíslan a los ocupantes de la cabina del calor sofocante que hace en el exterior, del polvo y la gravilla, de los baches y socavones del terreno, del rugido del motor y los terribles esfuerzos que realiza la mecánica para mover con vivacidad las dos toneladas que pesa el conjunto.
María se deja embaucar por el confort anestesiante que la rodea, por la suavidad con la que Ginés actúa sobre el volante, sobre la palanca de cambios, sin ningún esfuerzo, sin ningún ruido, como si también la seguridad estuviese garantizada por el lujo.
—Déjame ver otra vez esa foto —dice buscando la luz de cortesía que hay encima de su asiento—. Vamos a hacer un último repaso.
—Cógela tú misma. Está en la guantera… no, la de abajo —dice Ginés mirando fugazmente a su derecha—. Eso es… ahí.
Ginés corrige bruscamente la trayectoria, que se había desviado ligeramente durante su breve distracción. El bandazo llega blando y amortiguado, apenas perceptible. Ginés entrecierra los ojos y se acerca un poco más al parabrisas, huyendo del molesto reflejo de la luz que ha encendido María. María saca un disco compacto de la guantera. La foto está en la funda del disco, como si fuera la portada del CD.
—¡Es que… cada vez que la veo! —dice María—. ¡Vaya pintas! Parecéis el grupo de rechazados del casting de Fama.
—Eran los ochenta —dice Ginés sonriendo— supongo que en el 2030 nos reiremos del look que llevamos hoy.
—Lo de las chicas es casi peor… ¡Madre mía, qué peinado!
—Seguro que tú también llevaste ese peinado alguna vez.
—¿Yo? ¡Jamás! ¿De cuándo dices que es esta foto? ¿Del ochenta y tres?
—Sí, del ochenta y tres. Veinticinco años.
—Por aquella época yo aún llevaba pañales, como quien dice.
—Es verdad, ¡qué joven eres…!, o qué viejo soy yo.
—No te preocupes. Te aseguro que has ganado con la edad. ¿De dónde sacaste esa chaqueta?
—Causaba sensación. Era como la de Michael Jakson en Thriller.

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