Seix Barral, 2011. 220 páginas.
Tit. Or. La délicatesse. Trad. Isabel González-Gallarza.
Nathalie conoce de una manera romántica a François, se casan y son felices. Hasta que muere atropellado y se hunde en la tristeza. Su jefe, con poco tacto, le tira la caña y ella lo rechaza. De manera inexplicable le da un beso a un empleado suyo bastante feucho, empiezan a salir y se enamoran. El jefe se enfada pero luego lo comprende. Fin.
El libro tiene diez premios y ha sido finalista de otros gordos. Y yo me pregunto ¿En serio? ¿De verdad esta filfa ha conseguido todo eso y que además hagan una película? Si me pinchan no sangro. La historia es trivial, los personajes ramplones, la prosa de usar y tirar… algunas páginas me han dado vergüenza ajena. No todo es malo, la cena con el jefe no está mal, pero en general es un libro muy flojo. Completamente prescindible.
Se suele aconsejar a los escritores nóveles que lean libros malos, en teoría para aprender lo que no debe hacerse. Pero creo que el motivo es otro, terapéutico. Si uno lee a Cortázar se deprime, porque piensa -con razón- que ni en su mejor momento de inspiración podrá escribir algo que sea la mitad de bueno. Pero si te lees un libro como éste, tan malo y con tantos premios piensas que hay sitio para todos, y para ti también.
Calificación: Malo.
No podía trabajar. Después de aclarar las cosas con Nathalie, aquella noche en que había habido tantos empates en la liga de fútbol, se había resignado. Ello había originado incluso en su vida, por lo absurdo del mecanismo sensual, un renacer con su mujer. Durante semanas, no habían dejado de hacer el amor, de reencontrarse a través del cuerpo. Se podía hablar incluso de una época magnífica. A veces es mucho más emocionante recuperar un viejo amor que descubrir uno nuevo. Y luego la agonía se había reanudado despacio, como una risa malévola: ¿cómo habían podido creer que volvían a quererse? Aquello había sido una transición, un paréntesis en forma de desesperación disfrazada, una ligera llanura entre dos montañas patéticas.
Charles se sentía desgastado y cansado. Estaba hasta el gorro de Suecia y de los suecos. De su estresante costumbre de intentar siempre mantener la calma, de no gritar nunca al teléfono. Esa manera que tenían de ser tan «zen», y de ofrecer masajes a los empleados. Todo ese buen rollo empezaba a ponerlo nervioso. Echaba de menos la histeria mediterránea, y a veces soñaba con hacer negocios con vendedores de alfombras. En ese contexto había encajado la información sobre la vida privada de Nathalie. Desde entonces, no dejaba de pensar en ese hombre, ese tal Markus. ¿Cómo había conseguido, con un nombre tan estúpido, seducir a Nathalie? No se lo había querido creer. Tenía motivos para saber que el corazón de Nathalie era como un espejismo de oasis; en cuanto te acercabas, se desdibujaba. Pero eso era distinto. Su reacción exagerada parecía confirmar el rumor. Oh, no, no podía ser. Nunca podría soportarlo. «¿Cómo lo ha conseguido?», no dejaba de repetirse Charles. El sueco debía de haberla embrujado, o algo así. Debía de haberla dormido, hipnotizado, debía de haberle dado un bebedizo. Sólo podía ser eso. La había encontrado tan distinta. Sí, quizá fuera eso lo que más le había dolido: ya no era su Nathalie. Algo había cambiado. Una verdadera modificación. Así que no veía más que una solución: llamar a su despacho a ese tal Markus para ver de qué pie cojeaba. Para descubrir su secreto.
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