Tyrannosaurus books, 2013. 170 páginas.
Maruitos lleva una vida apacible alejado del mundanal ruído, cuidando el huerto y ganándose la vida repartiendo huevos y vino. Pero la entrega a unos nuevos vecinos trastocará su mundo, trayendo unos recuerdos oscuros que creía superados.
No sé cómo llegó este libro a mi lista, aunque lo tuve que ver recomendado en algún sitio de confianza que no puedo ubicar. Todas las reseñas que he encontrado en la red y las de goodreads ponen la novela por las nubes. Mi opinión, sin embargo, es que es un libro bastante flojito.
Ya no me estaba gustando el estilo hasta que cuando llevaba un tercio leído empiezan a pasar cosas truculentas y me di cuenta de que es un libro de género. Que la etiqueta que da el autor de realismo bizarro es más bien terror-gore sin excesos. Y pese a que reduje las exigencias, y me hubiera conformado con una historia entretenida, tampoco la encontré.
Pero bueno, que debo ser el único al que los personajes le han parecido planos y sin interés. Yo no lo recomiendo. Otras reseñas sí: El hombre que nunca sacrificaba las gallinas viejas.
Maite intenta gritar, pero de su boca sin lengua solo sale un quejido de perro hambriento.
Óscar interpreta el gesto como una exhibición en su honor y llora de emoción. No siente miedo por lo que Marcos pueda hacerle a él. Son lágrimas de éxtasis ante el espectáculo con el que está siendo agasajado. Si pudiera hacer que el hombre lo comprendiera, que compartiera con él su visión artística de la muerte… Pero sabe que Marcos no es consciente del talento que posee, del mismo modo que un lince no repara en la gracilidad y elegancia de su ritual de caza; está impreso en su naturaleza.
— Si me vas a matar, que sea igual de hermoso —implora Óscar.
— No hay belleza en lo que hago. Es necesario. Tú no puedes entender el peligro que representan estas mujeres. Estoy librando al mundo de ellas.
— ¡Pues déjame ayudarte! —suplica el muchacho. Lo que no sabe es que, aunque Marcos le permitiera seguir con vida, su espina dorsal está destrozada, tiene anuladas las conexiones nerviosas de todo su cuerpo.
Marcos se acerca a Maite, se acuclilla y deposita la cabeza, de Catalina a sus pies.
— Fue necesario, mi amor. Tu hermana era como las otras, y ese idiota iba a ser su víctima esta noche —dice señalando a Óscar.
— ¿De qué estás hablando? —pregunta el chico, desorientado. El hombre no le responde. Comienza a enfurecerse de nuevo, solo
que esta vez se toma su tiempo para no dejarse llevar por el sentimiento. No puede precipitarse, es un lujo que ya le ha costado demasiado caro esta noche.
Descuelga a Maite de la polea y la coge en brazos como haría con su esposa un recién casado en la noche de bodas. Ella se deja hacer sin oponer ni la más mínima resistencia. Hace mucho tiempo que perdió cualquier atisbo de cordura, pese al breve instante de lucidez que experimentó al contemplar el sacrificio de su hermana. Él es su amante,
la persona que más la ha querido en su vida. Su salvador.
Marcos la deposita con mimo en el suelo y acaricia su cabeza rasurada. Sabe que ella nunca trataría de huir.
Después recoge a Óscar y se lo echa a la espalda como un saco, ignorando sus quejidos. Coge la cuerda de la que pendía Maite y la anuda alrededor de su cuello. De un tirón, lo deja en la misma posición en que antes estaba la mujer, solo que la soga se aprieta hasta que empieza a dejar de respirar. Pero Marcos no quiere que muera así, no quiere darle ese privilegio.
— ¿Querías ser mi ayudante? —le pregunta, sabiendo que no podrá responderle.
Vuelve al lugar en el que antes había estado el chico tendido y recoge la fotografía que este pretendía enseñarle. En ella está impresa la imagen de una mujer de mediana edad, tumbada en una cama, muerta. Una mancha de sangre ha dibujado de forma casual una flor escarlata en la sábana que cubre parte del cuerpo desnudo. Una rosa púrpura.
—¿Esto es lo que haces? —pregunta, poniéndole a pocos centímetros de la cara la fotografía. Óscar no puede contestar, ni resistirse a la presión de la soga con un cuerpo que ya no le responde. Todavía lo siente, su cerebro le engaña haciéndole creer que está pataleando; le regala esperanza.
Marcos cierra el puño sobre la foto y a continuación lo descarga en medio del rostro del muchacho. Cuando lo retira ya no hay tabique, está enterrado en la cara. Tiene los ojos torcidos hacia dentro, como si se estuviera buscando la nariz. Pero ya no puede ver nada, su cerebro se apaga.
—Tienes razón, es un sonido glorioso —dice, mientras tira a un lado la fotografía arrugada y se vuelve hacia Maite. Se agacha a su lado y de nuevo le acaricia la cabeza con dulzura—. ¿No te parece, cariño?
Su amada sonríe y asiente, toda ojos repletos de iris y gratitud.
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