El rápido ascenso del nuevo partido había sorprendido a todos.Tras el éxito en las europeas la intención de voto no había hecho más que crecer, amenazando desbancar al partido del gobierno y al de la oposición. Había que hacer algo.
Buena parte del éxito se debía al carisma de su líder, aupado por los medios de comunicación. Su imagen cercana al pueblo, alejada de la casta de políticos profesionales manchados por la corrupción, le hacía simpático a todo tipo de electores. Tenían que desacreditarlo.
Contrataron los servicios de una acompañante profesional. Dalila, una venezolana de un metro setenta con unas curvas de infarto, se presentó al líder tras una charla en la universidad, haciéndose pasar por una admiradora de sus ideas políticas. No le costó mucho seducirlo y llevarlo a su habitación del hotel, donde unas discretas cámaras de vídeo registraron sus evoluciones amatorias.
Dalila desapareció de la habitación del hotel aprovechando el sueño del líder, no sin antes cortarle la coleta que había sido su signo distintivo. Era una petición especial del director de uno de los principales periódicos conservadores, que le guardaba una inquina personal y quería tenerla como trofeo.
El vídeo se convirtió en viral en todas las redes sociales y el escándalo fue mayúsculo. Pero la intención de voto del nuevo partido no sólo no bajó, sino que se incrementó. Unos porque entendieron que se trataba de una trampa, otros admiraron las habilidades en la cama del líder y la belleza de su compañera, todos perdonaron lo que no era más que un asunto sin importancia.
El problema estuvo en su primera aparición en público. Sin su coleta ya no tenía ese aire de niño travieso que había encandilado a las masas. Parecía un político más. Sus discursos ya no tenían la misma fuerza. La gente perdió pronto el entusiasmo y la intención de voto se fue desvaneciendo. En un intento desesperado de recuperar su imagen de marca llegó a aparecer en los últimos mítines con extensiones.
Pero fue incluso peor y el fracaso electoral fue absoluto. Para él no fue una sorpresa porque sabía perfectamente que, para derribar las columnas del bipartidismo, hacía falta algo más que una simple peluca. En la soledad de su despacho, acariciando el mechón de pelo, el director del periódico sonreía.
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