Ricardo Varela tiene un hobby: armado de una cámara oculta se dedica a poner en evidencia a farsantes que se ganan la vida haciendo creer a la gente que pueden ponerse en contacto con familiares fallecidos, o que realizan curaciones mágicas. Cuando en su camino se cruce la policía Analía Moreno, que tiene la intención de investigar a un pez gordo, un predicador y sanador, las cosas subirán a otro nivel.
Retrato descarnado del funcionamiento de todos estos estafadores que lo mismo te leen el futuro que te curan el cáncer o te limpian la casa de malos espíritus. Es también un thriller que no da respiro, repleto de acción trepidante, pero con fundamento.
Ilustrativo y entretenido.
Al oír la melodía de acordes largos con la que siempre lo anunciaban, el pastor Maximiliano entró al escenario con los brazos en alto. La luz de un reflector colgado del techo lo obligó a entornar los ojos. Aunque no podía ver al público que lo ovacionaba, le dedicó una sonrisa.
Se detuvo en el centro del escenario, sobre dos tiras de cinta blanca en forma de cruz pegadas al piso. Cerró los ojos, se persignó y se llenó los pulmones del aire viciado por las tres mil personas que habían cantado y aplaudido las canciones de la banda.
El reflector que le iluminaba la cara por fin se apagó. Como siempre, algunos lo saludaban de pie, con las manos en alto, y otros se persignaban repetidamente. Dio unos pasos hacia adelante y esperó delante del micrófono a que hicieran silencio.
—Buenas noches, Trelew. ¿Cómo están? ¿Listos para combatir este frío patagónico con el calor que nos ofrece el Señor? —dijo, y recibió una pequeña ovación—. Antes de empezar, démosle un aplauso enorme a la banda de músicos excepcionales que me acompaña esta noche.
Haciendo palmas sin demasiado entusiasmo, el pastor se giró hacia la banda y presentó uno por uno a los músicos. El baterista, el bajista y el guitarrista estaban empapados de sudor. Irma, por el contrario, tenía la ropa y el maquillaje impecables. Esa elegancia era uno de los motivos por los que se había casado con ella hacía nueve años. Le guiñó un ojo y su esposa le devolvió una
sonrisa enorme, tan falsa como las que él acababa de ensayar frente al espejo del camarín.
—¿Lo sienten? —preguntó el pastor cuando la banda terminó la canción—. ¿Sienten la presencia de Jesucristo entre nosotros esta noche?
Su voz retumbó en las paredes del teatro en silencio.
—Yo sí que la siento —añadió, levantando una mano a la altura de sus ojos, con la palma apuntando hacia abajo—. Fíjense cómo me tiembla. Me pasa cada vez que el Señor viene a mí y me empuja a ayudar a mis hermanos. Repitan conmigo: Jesucristo, escúchame esta noche y te seré fiel para toda la vida.
—Jesucristo, escúchame esta noche y te seré fiel para toda la vida.
El pastor miró el agujero en el suelo delante de él, en el que un televisor le mostraba lo que el público veía en las pantallas gigantes que Lito había instalado a ambos lados del escenario. Sonriendo, abrió los brazos y formó con su cuerpo una cruz. A sus espaldas, unas letras doradas plasmaban su nombre sobre el telón de terciopelo azul. Se alejó un paso del micrófono e inspiró ruidosamente por la nariz, llenándose el pecho de orgullo.
Que empiece la función, se dijo.
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