Aristas Martínez, 2012. 334 páginas.
La desaparición de Ricardo Zacarías, un físico interesado en la naciente mecánica cuántica, la aparición de un muerto en una habitación cerrada del hotel Chelsea están relacionados con un misterioso hilo que incluye viajes en el tiempo, amistades imposibles, traumas sin resolver e incluso cameos de lujo como el de Enriqueta, la llamada vampira del Raval.
Había oído hablar mucho y bien del colectivo Juan de Madre pero no encontraba sus libros en la biblioteca. Mi primer contacto con el colectivo ha sido de diez. Una novela de viajes en el tiempo muy bien construída, con una historia que te atrapa y una construcción desarticulada con la mezcla de un diario, artículos y separatas. En este cóctel se mezclan la mecánica cuántica, la pedofilia, el dadaísmo, el punk, la Barcelona de principios de siglo XX, la mezcalina, y un montón de cosas más. Pero todas las piezas en su sitio sin que ninguna desentone con el resto.
Además por la casa donde vive el protagonista he pasado yo muchas veces (https://photos.app.goo.gl/aLJ4RVPetQJeu7LU9), porque está enfrente de un antiguo refugio de la guerra civil. Me ha gustado todo, hasta el final que cierra con un tono de tristeza todo lo que se ha ido construyendo.
Muy bueno.
Nuestro lenguaje es funcional siempre y cuando lo utilicemos para describir el mundo tal y como lo hemos percibido en la cotidianidad, a lo largo de los milenios. Cinco siglos después de Copérnico, continuamos preguntándonos la hora a la que se pondrá el Sol, nuestro idioma aún no se hizo a la idea de que somos nosotros los que damos la espalda al Sol. La ciencia desvela nuevas perspectivas, algunas de concepción casi irracional; entiendo que aquellos que estudien mi legado tras mi muerte abominarán de mis conclusiones, pero cuando las corroboren en la práctica deberán asumirlas como certeras y explicarlas al mundo. Y el mundo no querrá creerlo, al menos durante un tiempo, más tarde lo aceptarán como una carga, pero, entiendo, la humanidad continuará hablando para siempre como si el único instante verdadero fuera el presente, el pasado fuera un instante extinto y el futuro aún estuviera por suceder. No querrán aceptar que, igual que el Universo existe en toda su amplitud, aunque nuestra conciencia solo alcance a concebir como real el Aquí, también el Tiempo existe en toda su amplitud, aunque nuestra conciencia solo alcance a concebir como real el Ahora.9 Preferirán pensar que fundamos universos a nuestro paso, antes que aceptar un hecho tan sencillo.
He evitado tratar estos asuntos con la comunidad científica; solo mis colegas más allegados han tenido la oportunidad de conocer estas reflexiones, pero siempre como una mera cuestión filosófica. Hice bien, el revuelo producido por el artículo de aquel joven alemán me ha confirmado que debo ser cauto. Aquel, que solo ha propuesto que la simultaneidad de dos sucesos no es absoluta sino que depende del estado de movimiento de los observadores, ya ha hecho crujir los cimientos de la física. No están preparados para mis postulados, qué decir de mi artilugio. Aún menos cuando la mayoría
no osa asumir la alquimia como una base de conocimiento vital para el avance de la ciencia europea. Sus rigideces adultas los mantienen con grilletes; cuando, alguna vez, le narré a Jacob mis averiguaciones, las asumió sin problema, pronosticó utilidades y trazó conclusiones que ni siquiera yo había alcanzado. “Una enciclopedia es una máquina de esas, ¿no?”, me dijo. Le pedí que me lo explicara. Yo le enseño a leer con el Diccionario enciclopédico hispanoamericano de literatura, ciencias y arte, lo abrió por una entrada al azar y señaló un nombre y una fecha: “Cantar del mío Cid: El más antiguo cantar de gesta español que se conoce. En él se cantan las hazañas del Cid durante la Reconquista, con gran realismo histórico y fidelidad geográfica”. Abrió otra y leyó, con su torpe pero entusiasta lentitud: “Herodes el Grande: (73 a. C.-4 a. c.) Rey de Judea, nombrado por el senado romano. Se le atribuye la Matanza de los Inocentes”.
Me miró con los ojos como platos: ‘Aquí está todo el tiempo, ¿no?”. Y es cierto, en esas páginas descubres el continente americano, después ardes Roma con Nerón. Esos libros barajan el tiempo según un estricto orden alfabético; así, si leemos en orden sus páginas, podemos creer que Gutenberg inventó la imprenta mucho después que Cervantes publicara el Quijote. Me pareció un ejemplo magnífico. Un libro siempre será una máquina del tiempo, o no será.
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