Caitlin Moran. Como ser mujer.

marzo 3, 2023

Caitlin Moran, Como ser mujer
Anagrama, 2019. 358 páginas.
Tit. or. How to be a woman. Trad. Marta Salís.

A medio camino entre la autoficción y el ensayo político la autora desgrana en diferentes capítulos las instrucciones para conseguir ser una mujer como dios manda, arrasando con el machismo imperante a base de humor y retranca. Desde el acoso adolescente hasta la decisión de hacerse un aborto, pasando por problemas tales como los zapatos de tacón, la necesidad de tirar de bisturí para parecer más joven, la gordofobia o los mitos feministas.

Me venía precedido de tanta fama que los primeros capítulos no me decían mucho. Encontraba humor, sí, pero nada exagerado. Pero pronto entré en el universo de la autora (a pesar de estar salpicado de referencias culturales autóctonas que la traductora se ve obligada a explicar a cada paso en pies de página), dejó de preocuparme por que los chistes no me hicieran demasiada gracia, y empecé a disfrutar del retrato social que nos planta frente a nuestra cara.

Porque ser mujer es bastante complicado. Mucho más que ser un hombre. Nosotros no tenemos que preocuparnos por combinar la ropa, ni tenemos que llevar tacones. No se espera que seamos los serios, aburridos y sensatos de la relación. Tampoco tendremos que decidir si tener o no hijos, ni sufrir los dolores del parto ni dejar de lado nuestra carrera para dedicarnos a los cuidados.

Todo se explica aquí bien clarito pero nunca en tono de queja, ya que la autora se presenta como una mujer disfuncional que nunca se ha preocupado de la moda y que siempre se ha preguntado cómo ser una mujer. Algo que tiene una respuesta muy sencilla: tú no tienes el problema, sino la sociedad.

Bueno.

Y sigo sin tener amigos. Ni uno: la familia no cuenta, está claro, porque viene gratis con tu vida, lo quieras o no, como el folleto de seis páginas de Curry’s[49] que se cae del periódico local y anuncia ordenadores Spectrum de 128k y radiocasetes. No. La familia no cuenta en absoluto.
Pero, afortunadamente, no estoy sola porque, como les ha ocurrido antes a millones de niños solitarios, me cuidan los libros, la televisión y la música. Me educan brujas, lobos y las estrellas invitadas sorpresa de Wogan[50]. Todo arte es alguien que intenta decirte algo, caigo en la cuenta. Hay miles de personas que quieren hablar conmigo en cuanto abro su libro o escucho su programa. Hay un trillón de telegramas llenos de información y de consejos importantes. Puede que la información no sea buena, o que haya algún consejo equivocado, pero al menos recibes algunos datos de lo que pasa ahí fuera. La cinta de teletipo de tu CNN pasa a toda velocidad. Estás recogiendo información.
Los libros parecen la fuente más potente: cada uno es la suma total de una vida que puede ser inhalada en un solo día. Leo rápido, así que engullo vidas a un ritmo vertiginoso; seis, siete, ocho a la semana. Me gustan especialmente las autobiografías: puedo zamparme a una persona al ponerse el sol. Leo sobre granjeros de las colinas de Gales y mujeres navegantes que dan la vuelta al mundo, soldados de la Segunda Guerra Mundial y amas de llaves de las mansiones de Shropshire antes de la guerra, periodistas y estrellas de cine, guionistas, príncipes de la casa Tudor y primeros ministros del siglo XVII.


Todo es, por supuesto, un síntoma de la creencia continuada y enloquecida de las mujeres de que, en cualquier momento, pueden tener que enfrentarse a una inspección repentina de su «atractivo total». Las mujeres llevan braguitas porque piensan que es sexy. Pero en esto las mujeres han perdido colectivamente la razón. ¡Señoras! ¿Cuántas veces en el último año habéis necesitado llevar puestas unas braguitas minúsculas? Dicho de otro modo, para no andarnos con rodeos, ¿cuántas veces os habéis acostado, de pronto, sin previo aviso, en un cuarto muy iluminado con un exigente conocedor del erotismo?
Exacto. Con esas probabilidades, podríais llevar también un backgammon para entretener a un grupo de ancianas en caso de emergencia. Es más seguro que ocurra


Porque sé bien lo que significa la palabra «gorda»: lo que significa de verdad cuando lo dices o lo piensas. No es únicamente una palabra descriptiva como «pelirroja» o «treinta y cuatro».
Es una palabrota. Es un arma. Una subespecie sociológica. Es una acusación, un rechazo, un repudio. Cuando Matt me pregunta si solían llamarme «Gordi» en el colegio, está imaginándome, con lástima, en la parte más baja de la jerarquía escolar, en compañía de (como estamos en Wolverhampton, en 1986) los dos niños asiáticos, el tartamudo, el testigo de Jehová con un solo ojo, el niño con problemas de aprendizaje, el chico claramente gay y el chico tan delgado que no dejan de preguntarle si Bob Geldof[75] ha pasado ya por su casa.
Matt va a sentir compasión de mí, lo que significa que nunca follará conmigo, lo que significa que, lamentablemente, moriré de una infelicidad terminal, tal vez durante la próxima hora, quizá antes de acabar este cigarrillo sobre el que, me doy cuenta, estoy llorando.


Comer compulsivamente es la adicción que eligen las personas que tienen que cuidar de otros, y ése es el motivo de que se considere la adicción de menor rango. Es una manera de joderte a ti misma mientras te mantienes completamente operativa, porque no te queda más remedio. La gente gorda no se permite el «lujo» de que su adicción les convierta en alguien inútil, caótico, o en una carga. En vez de eso, se autodestruyen poco a poco sin molestar a nadie. Y esto explica que sea con tanta frecuencia una adicción elegida por las mujeres. Todas las mamás que comen sin hacer ruido. Todos los KitKats en el cajón de la oficina. Todos los momentos de infelicidad, a altas horas de la noche, captados sólo por la luz de la nevera.
A veces me pregunto si sólo nos tomaremos en serio los trastornos alimenticios el día que tengan el mismo glamour perverso de rock and roll que caracteriza al resto de las adicciones. Quizá haya llegado el momento de que las mujeres, al fin, dejen de ser tan reservadas con sus vicios y empiecen a tratarlos como los demás adictos tratan los suyos. Aparecer en la oficina con las huellas del cansancio en el rostro, diciendo con un suspiro: «Tío, anoche me enganché al pastel de carne, no puedes ni imaginártelo. A las diez estaba HASTA LAS CEJAS de PURÉ DE PATATA. ¡Tenía un colocón de carne picada!»


Son las tonterías —las locuras y las tonterías— lo que resulta tan alucinante: un niño de siete años bajará corriendo por la escalera, te dará un beso muy fuerte y volverá a correr escaleras arriba; todo en menos de treinta segundos. Es algo tan urgente en su agenda diaria como comer o cantar. Es como si te tocara Cupido.
En cuanto a ti, te observas desde el exterior, francamente asombrada de la cantidad de amor que eres capaz de fabricar. Es infinito. Puede que tu adoración se canse, pero es ilimitada. Te empuja a salir en medio de la lluvia torrencial, a fin de llevar unos chubasqueros olvidados para el recreo del mediodía; te hace trabajar horas extras para pagar zapatos y muñecas; te mantiene despierta toda la noche, aliviando toses, fiebre y dolor. Como antes el deseo sexual, pero mucho, mucho más fuerte.

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