Siruela 1990, 1994, 2001. 142 páginas.
Tit. or. Uma aprendizagem ou O livro dos prazeres. Trad. Cristina Sáenz de Tejada y Juan García Gayo.
Lori ha conocido a Ulises, un hombre que le llama de vez en cuando para tomar algo con ella. Mientras se van descubriendo irán aprendiendo a reconocerse en el otro, antes de dar el paso de entregarse al amor.
Leía hace poco que Virginia Woolf lograba con La señora Dalloway hacer literatura con una historia intrascendente. Clarice Lispector consigue, gracias a lo poético de su lenguaje, a las frases y situaciones que nos presenta, hacerme interesante una historia con dos personajes que, si los conociera personalmente, me caerían fatal. Resumen alternativo: un profesor de filosofía intenso y una profesora de escuela con muchos pájaros en la cabeza van postergando echar un polvo hasta que se alinean los planetas.
Tengo ganas de leer más de la autora, porque escribe muy bien, con la esperanza de que los protagonistas no sean tan insoportables.
Recomendable.
¿Por qué? ¿Pero por qué hacía más de dos semanas que Uli-ses no la llamaba por teléfono? ¿Esperaba acaso que ella llamase? Y ante la idea de tomar la iniciativa, la respuesta le venía áspera: jamás.
¿Por qué la había abandonado? ¿Sería para siempre? ¿O había quebrado el voto de castidad que él mismo se impusiera para esperarla? Se acordaba de que la última palabra de él, después de la Floresta de Tijuca, había sido «adiós». Pero siempre se despedía así. ¿Como si cortara de una vez para otra el vínculo y ambos quedasen en libertad, uno del otro? Lori sabía que ella misma era quien había cortado vínculos toda su vida, y tal vez alguna cosa en ella sugiriese a los otros la palabra «adiós». «Abandonarme, precisamente, cuando estaba…», no concluía el pensamiento en una frase porque no sabía con certeza en qué «estaba ahora».
A veces de noche despertaba sobresaltada, sintiendo la falta de Ulises, como si hubiera alguna vez dormido con él. Y no conseguía readormecerse porque el deseo de ser poseída por él venía demasiado fuerte. Se levantaba entonces, hacía café, se sentaba como una chica bien educada en una silla con la taza grande de café en la mano. Sabía, sin embargo, que el hecho de de-
searle tan intensamente no quería todavía decir que ella hubiera avanzado. Pues antes también había deseado a sus amantes y no se había ligado a ninguno de ellos.
Tomaba su café, y veía el teléfono mudo a su lado. Mudo, pero a mano también si se atreviera a llamarlo. Sabía que si de algún modo le manifestase que ya le deseaba demasiado fuertemente, él reconocería que era simple deseo y se negaría. Y por ahora ella no tenía nada que darle, sino el propio cuerpo. No, ni el propio cuerpo tal vez: pues con los amantes que había tenido había sido como si tan sólo prestara su cuerpo a sí misma para el placer, era sólo eso, y nada más.
Tomaba el café y pensaba sin palabras: Dios mío, y decir que es noche plena y que estoy plena de la noche densa que se desliza con perfume de almendras dulces. Y pensar que el mundo está todo denso de tanto olor de almendras, y que Os amo, Dios, con un amor hecho de oscuridad y claridades. Y pensar que los hijos del mundo crecen y se hacen hombres y mujeres, y que la noche será plena y densa también para ellos, mientras que yo estaré muerta, plena también. Os amo, Dios, sin esperar de Vos más que el dolor. El dolor es el misterio. Uno de mis antiguos alumnos ya ahora con quince años había comprado un clavel para ponerse en el ojal e ir a una fiesta. Fiesta, Dios mío, el mundo es una fiesta que termina en muerte y en olor de clavel marchito en el ojal. Yo Te amo, Dios, precisamente porque no sé si existes. Quiero una señal de que existes. Conocí a una mujer simple que se hacía preguntas sobre Dios: amaba más allá de la pregunta sobre Dios. Entonces Dios existía. Cuando me muera quiero claveles sujetos a mi vestido blanco. Pero no jazmín, que amo tanto y que sofocará mi muerte. Después de muerta iré solamente de blanco. Y encontraré a quien yo quiero: la persona que quiero también estará de blanco.
Y a veces dormitaba con la mano apoyada en la mesa, sobre la taza de café.
2 comentarios
Lo intenté con esta autora hace casi un año (La pasión según G.H.) y no aguanté ni 30 páginas. Coindido totalmente contigo en que su prosa es poética y etérea hasta decir basta. Que yo lo dije bien pronto, por cierto
Pues dejaremos a la buena mujer apartada de la lista de futuras lecturas de momento 😀