La apasionada y brillante campaña de Clara Campoamor (Madrid, 1888-Lausana, 1972) a favor del derecho de la mujer al voto, pese a la oposición de buena parte de la izquierda y también de su propio partido, logró que el sufragio universal se implantara en España a partir de 1931. Pero esa victoria tuvo como precio el progresivo aislamiento de Clara Campoamor en la escena política española de la Segunda República. A partir de 1934, año el que abandona el partido Radical y le deniegan la entrada en Izquierda Republicana, Campoamor se convierte en una republicana sin partido. El voto femenino y yo: mi pecado mortal (1935) es un ajustado relato de defensa de su actuación y de su lucha a favor de los derechos de la mujer, pero también de su soledad política; soledad que no la abandonaría ya nunca y que habría de continuar durante la guerra civil y su posterior exilio en Argentina y Suiza.
Soy un admirador incondicional de Clara Campoamor, cuanto más conozco de su vida más me gusta. Este libro en el que narra como fue su defensa del voto femenino y de otras cuestiones es imprescindible.
Puedo asegurarte que en mi mesa, situada en una escuela cualquiera de mi querida y tu siempre amada Euskadi, votaron mujeres, muchas mujeres. Unas con preparación política, otras con menos; recuerda que acabábamos de dejar atrás una Dictadura. Algunas mujeres mayores, muy mayores, se acercaban a interventores/as y nos decían: «Mi marido era rojo y lo fusilaron. ¿Saben ustedes cuál era ese partido por el que él murió? Porque yo no entiendo de esas cosas, él no me contaba nada, pero votando a su partido le voto a él».
Ni mi actuación anterior a las posibilidades que ofrecía la República, ni mi pensamiento al defender el voto en el Parlamento, obedecieron principalmente a un convencimiento típicamente feminista, aun cuando esa sea su lógica traducción.
Digamos también que la definición de feminista con la que el vulgo, enemigo de la realización jurídica y política de la mujer, pretende malévolamente indicar algo extravagante, asexuado y grotesco, no indica sino lo partidario de la realización plena de la mujer en todas sus posibilidades, por lo que debiera llamarse humanismo; nadie llama hominismo al derecho del hombre a su completa realización.
En esta discusión, como en otras de la Cámara, los republicanos dieron una generosa muestra de improvisación y de inconsistencia ideológica.
Les faltaba valor para declarar que eran opuestos al derecho femenino, porque creían, como creen, en la inferioridad de la mujer. Esa era la médula de su actitud; el resto, las razones —si así pueden llamarse a las oídas—, el ropaje, más o menos discreto, pero falso y quebradizo, con que se vestía el íntimo convencimiento.
Momento interesante fue el de levantarse D. Roberto Castrovido, para decir que votaría en contra de su minoría, Acción Republicana, y quería explicar su voto favorable al sufragio de la mujer «votado ahora, dado ahora, como yo quiero que se vote, como yo lo voy a votar…, los que como la señorita Kent temen —y de ese temor participa también el Partido Radical Socialista— se equivocan, porque para compenetrara la mujer con la República es preciso e indispensable concederla, desde luego, el derecho al sufragio… El criterio personal de la Sita. Kent y también el del Sr. Ovejero, que ha hablado en contra de lo que va a votar como socialista, son muy parecidos, son idénticos a lo que se decía antes contra los trabajadores, a lo que se hacía antes contra el proletariado, diciendo que no se le podía conceder el voto hasta que estuviera capacitado… Voy a votar el dictamen de la Comisión, voy a votar en contra de Acción Republicana, y voy a expresar mi sentimiento a los republicanos radicales por su falta de radicalismo en esta cuestión concreta».
En muy pocas provincias hubo cartel de izquierdas, cuando en casi todas lo hubo de derechas. Todos y cada uno de los grupos de la coalición de 1931 creían tener por sí solos fuerza suficiente para triunfar sobre los demás, por muy afines que fueran, y no ya los grupos, hasta los individuos aislados. En Madrid, donde hubo candidaturas independientes socialista, radical y de derechas, hubo también la de Acción Republicana y radical socialista con el señor Azaña y la del Sr. Sánchez Román, interdependientes también para la mejor polarización de votos.
Las izquierdas habían fabricado una ley electoral para cerrar el paso alas derechas, una ley para grandes coaliciones, que sólo las derechas realizaban. Consecuencia inmediata: Conservaban los socialistas sus fuerzas parlamentarias, aunque disminuidas; se hundían los republicanos, Azaña y Sánchez Román naufragaban, y en poco agua, en Madrid. ¡ Buena lección!
La derrota más desastrosa coronó la atomización de los partidos de izquierda, sobre todo de los partidos republicanos. Aún no se ha parado suficientemente la atención en este hecho de perfil trágico: que allí donde los republicanos de uno u otro matiz fuimos a la lucha solos, o coaligados entre sí, fuimos todos derrotados. Por la provincia de Madrid, donde yo luché en candidatura radical, con dos elementos mauristas, obtuvimos escasamente treinta mil votos; los de Acción Republicana, radicales socialistas y federales unidos, apenas cuatro mil, y ambos grupos sumados, menos de la mitad que obtuvieran por su lado las dos candidaturas de socialistas y cedomonárquicos.
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