Insólita, 2018. 384 páginas.
Tit. or. All the birds in the sky. Trad. Natalia Cervera de la Torre.
Ella oye como le habla un pájaro y descubre que es una bruja. Él tiene talento para la tecnología y es capaz de construir una máquina del tiempo (que sólo adelanta dos segundos) . Los dos sufren de abusos en el colegio ante la indiferencia de sus padres y el despiste de los profesores que los creen problemáticos. También hay un asesino que les persigue. Pero en sus manos estará evitar el fin del mundo.
La novela empieza muy bien, con una pareja de inadaptados que trata de sobrevivir mientras encuentran su verdadera vocación, no está mal cuando la bruja ya sabe controlar sus poderes y el nerd se ha hecho un nombre en una tecnológica, pero descarrilla en el final que tiene poca chicha y tira de algún deux ex machina que además se veía venir. Es una pena porque todo prometía bastante más de lo que luego da.
Aquí hacen un análisis con el que estoy bastante de acuerdo: Todos los pájaros del cielo
Se deja leer.
Mientras se dirigía a la estación de autocares, Laurence vivió un momento de nerviosismo. Iba a emprender un viaje él solo, nadie sabía dónde estaba y no llevaba más que cincuenta dólares en el bolsillo, aparte de una moneda romana falsa. ¿Y si alguien salía de detrás de los contenedores de la plaza comercial y lo atacaba? ¿Y si alguien lo arrastraba a una furgoneta y se lo llevaba a cientos de kilómetros para cambiarle el nombre a Darryl y obligarlo a vivir como un hijo escolarizado en casa? Laurence había visto un telefilme con ese argumento.
Pero entonces recordó los fines de semana de supervivencia, y que había encontrado agua potable y raíces comestibles, y que hasta había ahuyentado a aquella ardilla listada que parecía dispuesta a luchar con él por los víveres. Odiaba a muerte aquellas excursiones, pero si había sobrevivido a eso, era capaz de ir en autocar a Cambridge y averiguar cómo llegar al lugar del lanzamiento. Era Laurence de Ellenburg y era imperturbable. Acababa de darse cuenta de que la imperturbabilidad no tenía nada que ver con que la gente pudiera mancharle la ropa y empleaba el término siempre que podía.
—Soy imperturbable —le dijo al conductor del autocar, que se encogió de hombros como si él lo hubiera sido en otros tiempos hasta que alguien lo perturbó.
Laurence se había aprovisionado bien de comida, pero solo llevaba un libro, delgado y de tapa blanda, sobre la última gran guerra interplanetaria. Se lo terminó en una hora y se quedó sin nada que hacer salvo mirar por la ventanilla. Los árboles que flanqueaban la autopista parecían decelerar cuando el autocar pasaba junto a ellos, y después aceleraban de nuevo. Una especie de dilatación temporal.
El autocar llegó a la estación de Boston, y Laurence tenía que buscar el autobús. Fue caminando hasta Chinatown, donde había gente que vendía cosas en la calle y restaurantes con acuarios enormes en el escaparate, como si los peces quisieran examinar a los clientes potenciales antes de permitirles entrar. Después, ya en el autobús, cruzó el río, y el Museo de Ciencia resplandecía al sol de la mañana abriéndole los brazos de acero y cristal y exhibiendo el planetario.
No fue hasta que Laurence llegó al campus del MIT y estaba delante del Legal Sea Foods, intentando interpretar los códigos de los edificios en el plano, cuando se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde se iba a producir el lanzamiento del cohete.
Laurence había imaginado que llegaría al MIT y sería como una versión ampliada de la Escuela Elemental de Murchison, con unos escalones en la entrada y un tablero de corcho donde la gente anunciaría las actividades. Ni siquiera pudo entrar en los dos primeros edificios que probó. Encontró un tablón donde se anunciaban conferencias, consejos para ligar y los premios Ig Nobel, pero no había ninguna mención de cómo presenciar el gran lanzamiento.
Acabó en Au Bon Pain, comiéndose una magdalena de maíz y sintiéndose estúpido. Si pudiera entrar en Internet, tal vez lograra averiguar qué hacer a continuación, pero sus padres aún no le dejaban tener móvil y, menos aún, portátil. En la cafetería sonaban temas antiguos y lastimeros: Janet Jackson se quejaba de que estaba muy sola y Britney Spears confesaba que había vuelto a hacerlo. Enfriaba cada trago de chocolate con un largo soplido mientras intentaba elaborar una estrategia.
No estaba el libro. El que había estado leyendo en el autocar. Lo había dejado en la mesa, junto a la magdalena, y ya no estaba. No, un momento: lo tenía una mujer de veintitantos años, de trenzas largas castañas, rostro ancho y un jersey rojo tremendamente peludo. Tenía las manos callosas y llevaba botas de trabajo. Daba vueltas y más vueltas al libro de Laurence.
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