RBA, 2001. 272 páginas.
Tit. or. The feast of love. Trad. Jaime Zulaika.
El insomnio empuja a un escritor a dar un paseo. Entabla conversación con Bradley, que está paseando a su perro. A partir de lo que este le cuenta sobre el amor irá encadenando entrevistas con gente con la que se ha relacionado, donde veremos reflejada la experiencia del amor.
Realmente no se inspira en el Sueño de una noche de verano, ni siquiera en La ronda, que también aparece en el texto. Es una novela sobre diferentes parejas que se quieren o se desenamoran como tantas veces pasa.
La primera mitad del libro es magnífica, tanto en la estructura -como van entrando los personajes en la trama-, en la prosa -con frases memorables- y en la historia, triste, que va aconteciendo. Ese cuadro del festín del amor donde no hay nadie, porque es inalcanzable.
Pero en la segunda mitad historia y estructura se vuelven repetitivas y la prosa también flojea de calidad. Es una pena, pero acaba bastante peor de lo que empieza.
Hablamos de la clonación, del teñido del pelo y de sites personales en Internet. Seguimos tocando notas, como si fuéramos músicos. No sé decirlo de otro modo. Se inclinó hacia mí. Se rió y asintió. Por primera vez en mi vida me vi bebiendo las palabras de alguien, como si me fuera la vida en ello. Por su expresión supe que ella también estaba pendiente de las mías. Las dos colgábamos de la cuerda floja, a medida que nuestros corazones se iban acercando.
No sabes que has cruzado una frontera hasta que estás al otro lado. En ese punto sabes dónde te encuentras y si estás hecho para eso 3 no. Muchas amistades tienen un componente erótico latente. Pero antes de que llegase siquiera a comprender que ella me atraía —bueno, lo sabía porque quería parecerme a ella más de lo que yo me parecía a mí misma—, la vieja magia terrible se fusionó en el aire y con una especie de sobresalto supe lo que quería hacer. Dios mío, quería probar a ponerle las manos encima, sólo una prueba. Quería tocarle la cara o el brazo con la mano porque pensé que tocarla me haría muy feliz. Sólo quería tocar su piel, pero por supuesto quería palpar el músculo que había debajo y llegar a su alma por debajo del músculo, porque la olfateaba. Nunca había logrado percibir un solo soplo del alma de Bradley y, en aquel momento, en la mesa del King’s Arbor, pensé que nunca lo haría. Tal menú de sensaciones después del partido vespertino de softball era en su mayor parte algo nuevo para mí. Pero en esa mesa olfateaba el alma de Jenny y la deseaba. Que ella fuese una mujer, etcétera, me daba miedo. Pero también era estimulante. Es lo que una necesita saber.
Al reírse abrió la boca y vi sus dientes. Pensé algo nuevo: Me encantan esos dientes. En toda mi vida no me había enfrentado a tantas dudas sobre mí misma, tantas novedades revolucionándolo todo. Sus dientes eran blancos y rectos, y me acordé de un verso de un poeta francés que había aprendido en el instituto: Dios, qué delicia mirarla. No recuerdo el texto original, sólo la traducción. Me estremecí de emoción • de miedo. Me estaba inventando a cada instante sobre la marcha, como si estuviera bajando una montaña en un coche sin frenos.
También noté el flechazo. Tan fuerte era. O quizá el puñetazo. Pobre Bradley, no tenía ni idea de lo que me estaba sucediendo. Pobre de mí también.
2 comentarios
Pues mira que a mí me gustó. En fin, al menos has disfrutado el 50% del libro. Siempre es preferible ver el vaso medio lleno.
Yo lo leí por tu recomendación, y me pasó una cosa curiosa. Mi mujer se acababa de comprar dos libros en una librería de segunda mano, y nos encontramos leyendo los dos, a la vez, este libro.