Penguin Random House, 2016. 280 páginas.
Incluye los siguientes relatos:
A brick wall
Picasso
La revista Atenea
El perro
En el café
El Té de Dios
El Cerebro Musical
Mil gotas
El Todo que surca la Nada
El hornero
El carrito
Pobreza
Los osos topiarios del Parque Arauco
El criminal y el dibujante
El infinito
Sin testigos
El espÃa .
Duchamp en México
Taxol
La broma
Que, en general, me han parecido pésimos. Aira es como una loterÃa, no sabes lo que te va a tocar. Y yo pensaba, erróneamente, que ante un surtido habrÃa más posibilidades de encontrar algo bueno. Dos o tres relatos me han gustado, el resto me han parecido cansinos, repetitivos, sin gracia. En El perro al menos provoca algo. La imagen final de Los osos topiarios del Parque Arauco también me ha parecido potente. Algún otro hay que se deja leer y poco más.
Me ha parecido una pérdida de tiempo, y creo que no me volveré a acercar a otro libro del autor salvo que me venga recomendado por alguien de confianza. En la loterÃa se gana pocas veces.
No me ha gustado.
Debo reconocer que nunca tuve principios morales muy sólidos. No voy a justificarme, pero hay alguna explicación en el combate incesante que debà librar para sobrevivir, desde mi más tierna edad. Esa lucha fue embotando los escrúpulos. Me he permitido acciones que no se permitirÃa mngún hombre decente. O quizás sÃ.Todos tienen sus secretos. Además, lo mÃo nunca fue tan grave. Nunca llegué al crimen. Y en realidad no olvidaba lo hecho, como harÃa un canalla auténtico. Vagamente, me prometÃa pagar de algún modo, nunca me habÃa puesto a pensar cómo. Este reconocimiento del que yo era objeto, tan bizarro, este regreso de un pasado si no olvidado lo bastante sumergido como para parecerlo, era lo que menos habÃa esperado. HabÃa contado, me daba cuenta, con una cierta impunidad. HabÃa dado por sentado, y quizás en mi lugar todos lo habrÃan hecho, que un perro tenÃa poco de individuo y casi todo de especie, y a ella se reintegrarÃa por entero, hasta desaparecer. Y con esa desaparición se desvanecÃa mi culpa. La execrable traición que habÃa ejercido sobre él lo habÃa individualizado por un momento, sólo por un momento. Que ese momento persistiera, después de tantos años, me parecÃa sobrenatural y me espantaba. Al pensar en el tiempo que habÃa pasado, asomó una esperanza, a la que me aferré: era demasiado. Un perro no vive tanto. HabÃa que multiplicar por siete Los pensamientos se agolpaban en mi cabeza, entrechocándose con los ladridos sordos que seguÃan y seguÃan creciendo. No, el tiempo transcurrido no era demasiado, no valÃa la pena que hiciera la cuenta y siguiera engañándome. Cualquier esperanza sólo podÃa venir de esa tÃpica reacción psÃquica de negación ante algo que nos afecta demasiado: «No puede ser, no puede estar pasando, lo estoy soñando, me equivoqué en la interpretación de los datos». Esta vez no era la reacción psÃquica, era la realidad. Tanto, que ahora evitaba mirarlo; le temÃa a su expresividad. Pero estaba demasiado nervioso para hacerme el indiferente. Miré hacia delante; debà de ser el único en hacerlo, porque todos los demás pasajeros iban pendientes de la carrera del perro. Hasta el chofer, que volvÃa
la cabeza para mirar, o miraba por el espejo, y hacÃa un comentario risueño con los pasajeros de delante; lo odié, porque con esas distracciones aminoraba la velocidad; de otro modo no podÃa explicarse que el perro siguiera a la par, ya llegando a la segunda bocacalle. Pero ¿qué importaba que siguiera a la par? ¿Qué podÃa hacer, más que ladrar? No iba a subirse al colectivo. Después del primer shock, yo empezaba a evaluar la situación más racionalmente. Ya habÃa decidido negar que conocÃa a ese perro, y seguÃa firme en la decisión. Un ataque, que creÃa improbable («Perro que ladra no muerde»), me pondrÃa en el papel de vÃctima y merecerÃa la intervención de los testigos en mi favor, de la fuerza pública si era necesario. Pero, por supuesto, no le darÃa la ocasión. No pensaba bajar del colectivo hasta que no se hubiera perdido de vista, cosa que tendrÃa que suceder tarde o temprano. El 126 va lejos, hasta Retiro, por un camino que al salir de la avenida San Juan se hace sinuoso, y era impensable que un perro pudiera seguir todo el trayecto. Me atrevà a mirarlo, pero aparté la vista de inmediato. Nuestras miradas se habÃan cruzado, y en la de él no vi la furia que esperaba sino una angustia sin lÃmite, un dolor que no era humano, porque un hombre no lo soportarÃa. ¿Tan grave era lo que yo le habÃa hecho? No era momento de entrar en análisis. Y no valÃa la pena porque la conclusión siempre serÃa la misma. El colectivo seguÃa acelerando, cruzábamos la segunda bocacalle, y el perro, que se habÃa retrasado, cruzaba también, pasando frente a un auto detenido por el semáforo; si ese auto hubiera venido en marcha habrÃa cruzado igual, tan enceguecido iba. Me avergüenza decirlo, pero le deseé la muerte. No serÃa algo sin antecedentes; habÃa una escena en una pelÃcula en la que un judÃo en Nueva York reconocÃa, cuarenta años después, a un kapo de un campo de concentración, salÃa persiguiéndolo por la calle y lo mataba un auto. El recuerdo, al revés del efecto de alivio que suelen producir los antecedentes, me deprimió, porque aquello era una ficción, y hacÃa resaltar por contraste la calidad de real de lo mÃo.
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