Carmen Martín Gaite. Ritmo lento.

julio 10, 2025

Carmen Martín Gaite, Ritmo lento
Destino, 1974. 290 páginas.

Historia de David Fuentes, que a través de capítulos en desordenada cronología nos va desgranando sus experiencias con la vida desde su ritmo lento, que no encaja con las situaciones cotidianas de tener un empleo, una novia…

Carmen Martín Gaite ha estado muy invisibilizada por la sombra de su marido, y, aquí entre nosotros, prefiero una novela como ésta a la tan premiada El Jarama. Bien construída, con su punto de experimentación pero sin pasarse, podría definirse como una novela psicológica en la que asistimos al derrumbe del protagonista, que uno piensa que bien diagnosticado podría haber tenido mejor pronóstico.

Uno acaba dejándose mecer por la lentitud de la idiosincrasia particular de un David condenado a no encontrar su sitio, salvo con seres marginales como él. Una buena reseña aquí: Ritmo lento

Bueno.

Hay mucha gente que no sabe aceptar la realidad ni contemplarla. Se pasan la vida de camino hacia ilusiones y desechan por defectuoso, apenas lo tocan, lo que no llegan ni aun levemente a penetrar.
Así mi hermana, al hacerse mayor, ya no se acordaba del impaciente afán con que lo había deseado y no paró mientes en esta transformación más que para reconcomerse en el deseo de satisfacer las nuevas necesidades que la juventud le proponía y ella misma aguijoneaba. Y, al vestir de colores demasiado brillantes lo que le iba faltando, pensaba siempre con idéntico fanatismo que en la consecución de aquello sí que había de consistir el secreto de su apaciguamiento.
Ahora que ya está casada y tiene varios hijos, achaca su infelicidad a causas muy diversas. Unas veces se queja de que no tiene bastante dinero, otras de que no ha podido volver a abrir un libro de Derecho (aunque todos sabemos que escogió esta carrera sin el menor interés, sólo porque le parecía la más varonil), y de que las mujeres casadas se han echado un dogal para toda la vida. Otras veces, las más, se queja de su marido, sobre todo por el hecho de que es pacífico y no cree en las diversiones. No se da cuenta de que a ella, a fuerza de tanto esperar lejanas y extraordinarias diversiones, se le ha criado esa especie de coraza que le impide comunicarse con las cosas presentes y mirarlas.
Lo que menos tolera Aurora es que la gente no se divierta. Ella, a los veinte años, sabía esquiar, nadar, tocar la guitarra, conducir un coche, hacer buenas fotografías y jugar al tenis. También cantaba y bailaba con mucho estilo y hacía imitaciones graciosas de actores conocidos. No se sabía cómo había tenido tiempo de aprender estas cosas si además estudiaba una carrera y, desde la muerte de mamá, se ocupaba de mi padre y de mí tratando de disciplinar nuestras vidas conforme a programas de actividad intensa que no dejaban huecos para la reflexión ni la duda. Es decir, había tomado briosamente las riendas de una casa «que no conoció nunca capitán» —según palabras de ella misma— y que andaba a la deriva, dejándose llevar por todos los vaivenes.
De mi madre resulta casi imposible recordar otra cosa más que atributos aparentemente negativos, por ejemplo, su vacilación a la que ya he aludido antes, pero que, en razón directa con nuestro crecimiento, se llegó a acentuar de un modo casi patológico. Se quedaba parada muchas veces en medio de un quehacer como si no supiera de dónde sacar fuerzas para seguirlo, y preguntaba continuamente que quién había en las otras habitaciones o que a qué hora pensábamos nosotros salir, o volver, o estudiar. Y estas preguntas, que no guardaban relación con su trabajo del momento, no tenían tampoco un tono inquisitorio ni iban encaminadas a controlar a nadie. En la ansiedad con que miraba al que la tenía que responder, se traslucía más bien que esperaba al azar datos de la vida de los demás valederos para orientar la suya y para recobrar cierto equilibrio que muy frecuentemente yo pienso que perdía. La actividad de los otros, su sola existencia, interfería el propio quehacer, deteniéndolo.
Después de la guerra, se le olvidaban continuamente las cosas y Aurora se quejaba de estos despistes de mamá, que nunca sabía dónde había dejado nada ni qué recado le dieron y se tenía que concentrar esforzadamente para recordarlo, haciéndonos esperar largo rato, si el asunto nos concernía.

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