José J. de Olañeta, 2007. 158 páginas.
Trad. Cristina Peri-Rossi.
Creo que es bien conocida la historia de Abelardo y Eloísa. Profesor y alumna que se enamoran, historia de pasión, secuestros, matrimonios en secreto, venganza de los parientes en forma de castración y entrada en el convento de la última. En este libro se incluye la ‘Historia calamitorum’, donde Abelardo le cuenta en una carta su vida a un amigo y cuatro cartas entre los dos amantes.
Aunque los hechos ocurrieron realmente, se suele dar por seguro que estos textos han sufrido retoques posteriores que perfilarían su condición narrativa. Es curioso el primer relato, donde Abelardo no hace más que afirmar lo inteligente que es y cómo todos sus alumnos lo adoraban y las envidias que provocaba. También como para él es peor que le quemen el libro que ha escrito que cuando le cortaron el miembro.
Las cartas que se intercambian dibujan muy bien a los dos personajes, que como señala Carme Riera en el prólogo, Eloísa está enamorada de Abelardo y, añado yo, es posible que Abelardo sólo estuviera enamorado de sí mismo.
Recomendable, como siempre, ir a las fuentes.
¿Qué puedo agregar? Un mismo techo nos reunió; después, un mismo corazón. Bajo el pretexto de estudiar, nos entregamos enteramente al amor. Las lecciones nos proporcionaban esos téte-a-téte secretos que el amor anhela. Los libros permanecían abiertos, pero el amor, más que la lectura, era el tema de nuestros diálogos; intercambiábamos más besos que ideas sabias. Mis manos se dirigían con más frecuencia a sus senos que a los libros. El amor se buscaba en nuestros ojos, uno al otro, más veces que la atención se dirigía al texto. A fin de alejar las sospechas, el amor me llevaba a veces a golpearla: el amor, no la cólera; la ternura, no el odio, y la dulzura de esos golpes nos era más suave que todos los bálsamos. ¿Qué más, aún? Nuestro ardor conoció todas las fases del amor y experimentamos todos los refinamientos insólitos que la pasión imagina. Cuanto más nuevos eran para nosotros esos placeres, con más fervor los prolongábamos, y no conocimos nunca el hastío.
Esta pasión voluptuosa me dominó por entero. Llegué a abandonar la filosofía y a descuidar mi escuela. Entregarme a mis cursos, dictar las lecciones, me provocaba un violento fastidio, y me inspiraba una fatiga intolerable: en efecto, yo consagraba mis noches al amor, mis días al estudio. Dictaba mis clases con negligencia y pereza; no hablaba más de inspiración, me valía de la memoria. Me repetía. Si llegaba a escribir algún texto en verso, era dictado por el amor, no por la filosofía. En muchas provincias, vos lo sabéis, se escucha a menudo aún a otros amantes cantar mis versos…
Quiere decir: yo soltaría mi lengua y abriría la boca para confesar mis faltas. Y agrega enseguida: «Hablaría desde la amargura de mi alma». San Gregorio comenta así este pasaje: «Hay gente que confiesa en alta voz sus pecados, pero que, no sabiendo acompañar por una contrición sincera esta confesión, dicen riendo aquello que deberían decir con sollozos… Aquel que confiesa sus faltas detestándolas verdaderamente debe hablar desde la amargura de su alma, a fin de que esta amargura misma sea el castigo de las faltas proclamadas por la lengua bajo el juicio del espíritu».
Esta verdadera amargura del arrepentimiento es muy rara, señala San Ambrosio: «He encontrado más almas que conservaban su inocencia que verdaderos penitentes», dice. Los placeres amorosos que juntos gozamos son tan dulces para mí que no consigo detestarlos, ni apartarlos de mi recuerdo. Allí hacia donde me vuelvo, aparecen ante mis ojos y despiertan mi deseo. Su ilusión no respeta ni siquiera el sueño. Aun durante las solemnidades de la misa, cuando la plegaria debería ser más pura que nunca, imágenes obscenas asaltan mi pobre alma y la ocupan más que el oficio. Lejos de gemir por las faltas que cometí, pienso, suspirando, en aquellas que ya no puedo cometer más.
No sólo los gestos y tu imagen han quedado grabados profundamente en mi memoria; también los lugares, las horas que fueron testigos de ellos, hasta el punto de que me reencuentro contigo, repitiendo esos gestos y no hallo reposo ni siquiera en el lecho. A veces, los movimientos de mi cuerpo traicionan los pensamientos de mi alma, palabras reveladoras escapan de mi boca…
¡Oh desdichada! Digna de que se le aplique este lamento de un corazón herido: «Infortunada, ¿quién me liberará de este cuerpo de muerte?» Yo no puedo agregar: «¡Gracias a Dios, por Nuestro Señor Jesucristo!» Esta gracia, amado mío, llegó a ti por sí misma. Una sola herida en tu cuerpo bastó para curar todas las llagas de tu alma.
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