Salto de página, 2009. 346 páginas.
El rey ha desaparecido y contratan al detective Aguirre para buscarle. En el proceso se perderán por una España que se mueve en el terreno de lo irreal y lo mítico.
Ahora que la figura del rey ha demostrado tener los pies de barro tiene menos gracia su aparición aquí como secundario, pero la novela mantiene su capacidad de sorpresa. En esta reseña: Pero sigo siendo el rey alaban la parte detectivesca y critican la parte central, donde los personajes transitan por un espacio inexistente, como si se hubieran perdido en un limbo con las hechuras de la España rural. Esta es la parte que a mí es la que más me ha gustado.
Muy entretenida. recomendable.
Las dos sonrisas de Claudia
La cara de sorpresa que ha puesto el chófer del coche oficial cuando le pedí que me dejara en el sex shop de Atocha fue para hacerle una foto. Aunque no tengo ganas de bromear, no pude contenerme y le dije, en tono confidencial:
—Es por un encargo que me ha hecho el ministro.
El tipo corre a compartir el cotilleo con sus colegas y yo me siento como un maldito cabrón.
Nunca entendí cómo funciona la relación entre las cabinas de sex shop y mis recuerdos borrosos. Pero sé cuándo empezó.
Fue pocos meses después de la muerte de Claudia.
Una mañana desperté y había olvidado el sabor de su cono. Podía describirlo, fabricar metáforas, pero lo había perdido. Ya no estaba.
Pocos días más tarde perdí el sabor de su boca. Y una noche de domingo olvidé la forma de su sexo y de sus labios. Yo amaba las dos sonrisas de Claudia, y aunque estuvieran encerradas en fotos y en películas caseras y torpes que nos hicimos follando, como tantas parejas enamoradas que se sienten la única del planeta, esos sucedáneos no compensaban mi pérdida.
El asunto me afectó también en el trabajo. Se me escapaban las deducciones que antes hubieran sido obvias, me costaba
unir datos que señalaban relaciones evidentes. Estaba preocupado por un caso que sabía sencillo pero se me antojaba incomprensible: una muerte que no parecía interesar a nadie. Yo sabía que tenía la respuesta ante mis ojos, pero no lograba recordarla. Como el sabor del cono de Claudia.
Mis compañeros, los pocos que aún querían tratar conmigo, me decían que exageraba, que no siempre se puede ganar. Yo los mandaba a cagar.
Supongo que fue una venganza pueril contra Claudia para castigarla por su ausencia. O un tratamiento de choque. El caso es que una tarde entré en un sex shop y me pasé horas metiendo monedas y viendo desfilar ante mis ojos conos de todas las formas, sonrisas forzadas y gemidos de alquiler.
De pronto ocurrió.
Vi claro todo el caso: el medio, el móvil y hasta el método. Sin ninguna duda.
Salí a la calle, fui hasta la casa del culpable, le partí la cara, lo cargué sobre mis hombros y lo llevé hasta la comisaría más cercana.
Esa noche dormí paladeando el sabor de las dos sonrisas de Claudia.
Han pasado varios años y el asunto sigue funcionando. Yo trato de evitarlo, pero en ocasiones no tengo otra salida. Cruzo la marquesina iluminada del sex shop. El encargado me saluda con familiaridad pero sin sonrisas. Creo que le doy un poco de miedo: un hombre alto, bien vestido y serio, que se encierra en la cabina durante horas. La de la limpieza habrá dado testimonio de que nunca hago más que mirar las películas, o al menos no dejo huellas visibles de otra actividad. Deslizo unas monedas por la ranura y dejo que mis ojos descansen en la pantalla de vídeo. Una mujer con tetas enormes y rígidas se enjabona en la ducha y se toma su tiempo; busco las palabras del hombre viejo delirando en el asiento de mi coche, pero se superponen con una foto en blanco y negro, tal vez la mirada de Zuruaga, el gesto de sus manos, el agua tibia entre sus piernas y los dedos
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