Menoscuarto, 2007. 134 páginas.
Cuentos que giran alrededor de la figura de Sherlock Holmes, no tanto en acción resolviendo casos como charlando con Watson acerca de temas, muchas veces, metaliterarios. Como, por ejemplo, inventar a un autor llamado Doyle que se dedique a escribir sus aventuras.
Historias simpáticas, a medio camino entre el humor y la filosofía, que tienen buen leer sin llegar a deslumbrar. Entretenidas.
Bueno.
¿Es posible que Holmes hubiera sido chico alguna vez?, podía leer en su atónita mirada. Volvió a pellizcarse el labio inferior. Era incapaz de imaginarme con pantalón hasta la rodilla, chaqueta de uniforme con un escudo y gorra de colegial, formando parte quizá del equipo de cricket de la school, o, peor aún, azotado en las posaderas…
—¿Dónde estudió usted, Holmes? Nunca me había hablado de eso.
—Cuando yo era chico —repetí, fingiendo que no le había oído, porque no iba a entretenerme con menudencias de mi vida privada— tenía por vecino a un muchacho muy bromista que se llamaba Timothy Allworthy. Su mayor pasión era mistificar al prójimo y poseía una rara habilidad para conseguir que le tomaran en serio. En su género no he conocido a nadie tan bien dorado para la superchería desinteresada.
—Pero que conste que yo…
—Timothy —seguí diciendo, mientras me arrogaba todos los derechos de un monólogo— era aún jovencísimo cuando consiguió un éxito memorable con una carta al Times que provocó una enardecida campaña contra el uso de las plumas de ave en los sombreros; hubo infinitas adhesiones para proteger a los avestruces.
—La gente siempre está dispuesta a creer ese tipo de cosas. Holmes.
—Yo aún diría más: la incredulidad es la base de la vida moderna, está comprobado. Pero años después se superó a sí mismo con una broma que cambió el curso de su vida: unas hadas cuya fotografía habían conseguido obtener dos niñas del Yorkshire. Tal vez haya oído de las hadas de Cottingley, eran de lo más convincente, todo el mundo se lo creyó, o, mejor dicho, se lo creyó el suficiente número de personas para que su nombre se hiciera famoso.
—¿Y jamás confesó que había sido una burla?
—Ahí está la moraleja de la historia, le fue imposible confesarlo. Se arruinó con una jugada de bolsa imprudente y no tuvo más remedio que seguir fingiendo y hacer que unas sobrinitas suyas (como ve hay también el agravante de la corrupción de menores) aseguraran haber sido ellas las que hicieron la fotografía. Y como la SPR, la Society for Psychical Research, le organizaba conferencias muy bien pagadas por todo el país, ¿qué iba a hacer el pobre Timothy? Desde entonces vive de las hadas.
—¿Insinúa que lo que le propongo es peligroso? Yo creía, Holmes, que era usted un férreo racionalista.
—Me he limitado a contar una experiencia humana.
—¿Supone que las hadas se vengaron?
—Tal vez a su modo, que sin duda es feérico y muy generoso, porque Timothy aún vive de aquella invención.
—Yo le hablaba de un pequeño artificio muy inocente y que no compromete a nadie.
—Debo admitir que su idea es ingeniosa, ha pensado en todo. Doyle porque todos los irlandeses se llaman así, para contrastar un apellido raro como Conan, y de nombre Arthur por un toque de poesía artúrica. Es perfecto. Y además médico, igual que usted. Y lo mismo que usted, antiguo estudiante de la universidad de Edimburgo.
—Se nos ha ocurrido a Mary y a mí.
—¿Y no ha pensado que puede perjudicar la carrera del doctor Doyle? No es usted muy considerado con un colega.
—Santo Dios, Holmes, hablemos en serio. Nadie se va a llamar a engaño. Las historias las firmará ese fantasma para cubrir las apariencias, sólo para que mi nombre no aparezca en el lomo de los libros, pero el narrador seguiré siendo yo, Watson, y en cuanto a usted, que es el protagonista, nada cambia.
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