La compré por el gancho de haber sido premio Herralde de novela, pero ese año debían estar un poco despistados. Un libro bastante flojito.
Un padre y su hijo vuelven a Madrid, el primero de una especie de exilio y el segundo por unos asuntos turbios que involucran a una mujer. Contado desde la perspectiva del hijo, también en Madrid se encontrará con problemas.
Ni el pasado que se va recordando ni el presente con el que se encuentran -con la heroína por medio- me ha despertado el más mínimo interés. Y no debo ser el único, ni veo reseñas en la red ni el autor se ha prodigado mucho. Un premio poco merecido.
Calificación: Regulero.
Extracto:
-Los griegos nos regalaron la belleza, Ricardo, nos la dejaron en herencia, ahí la tenéis, haced con ella lo que queráis, mezcladla, destruidla, conservadla -dijo mi padre desde el centro de la plaza con su pelo gris brillante bajo la luz fría, solos los dos en medio del lugar excepto por la mujer que nos miraba desde el soportal, como una espectadora de la representación que se sucedía sobre el escenario empedrado. Recuerdo que me pareció como si mi padre acabara de llegar a aquel pueblo para mirarlo a distintas horas del día, sólo por el placer de disfrutarlo: con la luz del atardecer el sol que se ponía en el río, con la luz de la mañana la superficie de la piedra de algunas casas nobles con escudos en las fachadas, por la noche los rincones misteriosos, las casas antiguas y abandonadas donde se debía oír el viento como si fuera el quejido de sus antiguos habitantes.
—Esta plaza tiene restos romanos, mira las columnas, Ricardo, probablemente algún arquitecto del imperio preparó unos planos y los hombres la fueron levantando a su aire, recordando a los griegos: mira las columnas que sujetan estas dos casas, la fachada que evoca la ordenación de un templo griego, una imagen transmitida no precisamente al azar por los constructores romanos improvisados. Ni siquiera los árabes que llegaron aquí se atrevieron a cambiar esa herencia, ese pasado: porque estas casas podrían haber sido como las casas árabes, como la ciudad árabe donde la calle no existe, donde la ciudad es una sucesión de muros, y las casas no tienen fachadas adornadas para que el paseante las admire, porque la ostentación no existe: la gente se reúne en los interiores, en los fumaderos de hachís q en los cafés donde se escucha música triste. Tendrías que ver esas ciudades sin perfiles, sin rostros, hechas de laberintos. Aquí, en este pueblo y en todos los de España, triunfaron los griegos, triunfó la plaza donde la gente se reúne y comercia, los balcones donde los ciudadanos miran y husmean la vida de los otros, las ventanas donde pasa la luz. En esa gran batalla que se vivió en España entre las maneras griegas y árabe de levantar ciudades, la estética de los griegos ganó, y con ella la civilización que favorecía el paseo por la tarde.
No hay comentarios